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La cabeza cubierta con un pañuelo de seda, cuyas dos puntas, traídas sobre la frente, formaban como dos pequeños cuernos. Esos pañuelos eran precisamente los que herían los ojos; todos eran de diversos colores, pero predominando siempre aquel rojo lacre, ardiente, más intenso aún que ese llamado en Europa lava del Vesubio; luego, un amarillo rugiente, un violeta tornasolado, ¡qué se yo!

Del tiempo la corriente Bramando se derrumba, Como la voz rugiente Del huracan retumba, Y en rápida carrera La humanidad lijera Se hunde en la eternidad. Despeñados los siglos Cruzan los hemisferios, Como inmensos vestiglos Se abaten los imperios, Y en medio á la ruina Encúmbrase divina La santa Libertad.

Si hubiera deseado que abundase, ¿qué más pudo haber hecho que dejar al archidemonio, ayudado por legiones de diablos menores, ir como un rugiente león buscando a quien devorar, con constante acceso a los hombres, aun hasta el interior de su mente, susurrando malos pensamientos, estimulando, y, sin embargo, a menudo alejado por santa oración, siempre renovando sus asaltos sobre las pobres almas, hasta el último instante de la mortal agonía, triunfando más a menudo que fallando en arrastrarlas a su lugar de tormento?

Lo tan temido y esperado no tardó en llegar, negro, espeso, rugiente, furibundo, como si toda la mar con sus olas embravecidas, y sus huracanes y sus bramidos, y su empuje irresistible, hubiera salido de su álveo incomensurable para pasar por allí.

Andrés ya se incorporaba rugiente, mascullando amenazas espantosas; y la muchacha, sin dar un grito, con los labios secos y los ojos llenos de llanto, le esperaba inmóvil, apoyando en la ventana sus brazos doloridos, sumida en un desesperado propósito.

Miro la onda agitada, Que corona leve espuma Y entre misteriosa bruma Melancólica gemir; Y en la playa solitaria Estenderse blandamente, Y bajo otra ola rugiente Desfallecida morir. Miro del árbol sombrío Como se ajita el ramaje, Mientras el verde follaje A compas se oye vibrar. Como si un aéreo coro En él tuviese su nido, Para recrear el oido Con misterioso cantar.

En Fray Luis de León fuíste cigarra que endulzaba el reposo de la siesta, y tonada de amor de la tierruca en los cuadros agrestes de Pereda; caballero gentil de la Armonía en el rugiente "Niágara" de Heredia, batir de alas de ingrávidos querubes en las trovas ardientes de Teresa.

Te la he traído y te la entrego... sabes envenenar el alma, Ana; envenena la de esa muchacha y haz de modo que nos sirva bien. Voy por ella. Y se dirigió á la puerta por donde había entrado. Pero al abrirla, se vió tras ella un hombre y se oyó una ronca voz que dijo temblorosa, colérica, rugiente, amenazadora: ¡Atrás! ¡atrás, sargento mayor! ¡ no saldrás de aquí!

Si fuese Dios, te diera los espacios, Y las nubes de grana y de topacios, Esos astros que pueblan los confines, Y el coro de celestes serafines, El mar, la luz, del cielo el embeleso, Tan solo por un beso! Voga, voga con ánimo valiente Empuñando el timon con firme mano, Y no te arredre ese murmullo vano Del vulgo necio y del motin rugiente.

Después de haber triunfado de los pueriles temores, describimos una curva por debajo del agua y sentimos el aire silbar en nuestros oídos; la superficie, abierta por nuestra cabeza, se agita en derredor; nos sentimos como perdidos en un abismo rugiente que nos aprisiona.