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Desde que estaba en Can Mallorquí, todos parecían pendientes de sus mandatos, admirándolo como un personaje poderoso y jovial. Margalida ruborizábase con sus palabras y guiños, pero le quería al verle tan abnegado. Recordaba sus ojos llenos de lágrimas una noche en que todos creyeron que iba a morir don Jaime. Valls había llorado al mismo tiempo que mascullaba maldiciones.

Ruborizábase por el carácter íntimo del obsequio y murmuraba al oído de su amante: Las medias hacen reñir; es un regalo que trae mala sombra: lo he oído muchas veces. Hay que deshacer el efecto con otro regalo. Y se detuvo ante el puesto de un chamarilero, donde se amontonaban los objetos más diversos. Acababa de ver un tintero de cristal, enorme, con una esfera dorada a guisa de tapón.

¿Y de quién era? preguntó la viuda con curiosidad ansiosa. De una tal Clarita. Pero ¡qué carta, doña Manuela! ¡Qué cosas tan indecentes había en ella! Parece imposible que hombres honrados y con hijos puedan leer tales porquerías. Y la pobre mujer ruborizábase, mostrando en su cara nacida y lustrosa de monja enclaustrada la misma expresión de vergüenza que si fuese ella la autora de la carta.

Ruborizábase pensando en las horas que pasaban, siendo niños, sentados en un ribazo, oyendo ella la historia de Cenicienta, la niña despreciada convertida repentinamente en arrogante princesa. La eterna quimera de todas las niñas abandonadas venía entonces a tocarle en la frente con sus alas de oro.

Ruborizábase con la evocación de ciertos infortunios que había deseado olvidar, para mantenerse de este modo en la paz de una vida monótona, sin esperanzas ni recuerdos.