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Charlaba la anciana, y yo, más atento a la joven que a la conversación de mi tía, me gozaba en los rubores de la doncella que, medio envuelta en el rebozo, huía de mis miradas como si hubiera cometido un delito.

Las palabras alemanas, al surgir rudas y sonoras por entre sus barbas de cáñamo rojo, provocaban en los balconajes una explosión de carcajadas y rubores femeniles. Era la risa gruesa que acompaña a los chistes equívocos. «¿Qué dice? ¿que dice?», preguntaban los más, al no entender estas agudezas germánicas. Y aunque no obtuviesen contestación, reían igualmente.

Lo que se puede bien llamar juventud dorada del clero de la capital, tan envidiada por sus colegas de la montaña, que según ellos mismos se embrutecían a ojos vistas, la juventud dorada acudía sin falta todas las tardes de otoño y de invierno que hacía bueno al Espolón; iba lo que se llama reluciente; parecían diamantes negros, y sin que nadie tuviera nada que decir, presenciaban las idas y venidas de las jóvenes elegantes; y los que eran observadores podían notar las señales del amor, de la coquetería, en gestos, movimientos, risas, miradas y rubores.

Al ver la misma luna, cual antes argentada, la antigua melancolía siento en renacer; despiertan mil recuerdos de amor y jurada... Un patio, una azotea, la playa, una enramada, silencios y suspiros, rubores de placer...

Con su ex-novio se mostró circunspecta, dejó aquel tono agresivo que con él acostumbraba a emplear y se hizo más suave y formal; pero también, con gran disgusto suyo, la emoción que sentía al hablarle se le traslucía no pocas veces en una leve alteración de la voz y en palideces o rubores enfadosos.

Se aproximaba a él tímida, vacilante, pero sin rubores que alterasen su palidez, como si lo extraordinario de las circunstancias hubiese vencido a su antiguo encogimiento. Arreglaba el embozo del lecho, desordenado por los movimientos del herido, daba a beber a éste y levantaba con manos maternales su cabeza, para ahuecar la almohada.

La voz del Cantó lloriqueaba hablando de una mujer insensible a sus quejas; y al comparar su blancura con la flor del almendro, todos volvieron la vista a Margalida, que permanecía impasible, sin rubores virginales, habituada a estos homenajes de burda poesía, que eran el preludio de todo galanteo.