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Sonreían las señoras reconociendo los encantos de este lugar vedado, y hasta encontraban cierta distinción exótica a algunas de aquellas rubias que sólo habían visto de lejos en la cubierta y ahora ocupaban las mesas inmediatas. Esta proximidad parecía añadir un nuevo placer a su audaz entrada en el fumadero. «El mar es el mar...» Cuando llegasen a tierra ni se acordarían de tal promiscuidad.

Power con la pareja de compatriotas suyos que pasaba por delante de él fingiendo no verle. A la mañana siguiente se habían encontrado de nuevo. Mina subió a la cubierta en las primeras horas, mucho antes que los otros días, llevando de la mano a Karl. El pequeñuelo, apenas vio a Fernando, corrió hacia él, dejando flotar sus rubias guedejas sobre el cuello azul de su blusa marinera.

Las patillas rubias y canosas, unidas por un bigote corto, revelaban al marino retirado de la navegación; pero sobre estos adornos capilares resaltaba su perfil semita, su curva y pesada nariz, su mentón saliente y unos ojos de párpados prolongados, con pupilas de ámbar o de oro, según era la luz, en las que parecían flotar algunos puntos de color de tabaco.

Atrajeron mi atención aquellos seres juguetones y enredadores: todos se reían con infantiles carcajadas, y entremezclándose volaban, rasgando nubes, esparciendo flores con el batir de sus alas de pollo, y dándose de coscorrones al chocar unas con otras las rubias cabecitas.

El aire salino los obscurecía, dándoles un tono de pan moreno; la piel blanca de las rubias amarilleaba con la tonalidad del marfil viejo. La brisa húmeda barría los polvos de la cara, conservándolos únicamente en las arrugas y oquedades de la piel, formando un barrillo blanco.

Todo era luz en aquella criatura: un rayo de sol de primavera sobre un vaso de cristal lleno de rosas y azucenas; luz de las glorias de Murillo, henchidas de ángeles con cabelleras de oro y blancas alitas transparentes; luz irradiaban sus ojos azules; luz sus mejillas nacaradas; luz sus rizadas guedejas rubias; luz los húmedos corales de sus labios sonrientes; luz las mutiladas palabras de su fresca boca; luz el argentino timbre de su voz infantil; y una aureola de luz del amanecer de un día de mayo era la indescriptible expresión de angélica inocencia, de dulce ingenuidad que resultaba del conjunto de todas las perfecciones de aquella cabeza, colocada sobre un cuerpecito que parecía delineado por las hadas de los cuentos orientales.

Llorais porque sus rubias cabezas inclinaron Sobre la fria almohada del lecho sepulcral, Y cual mortales tristes al sueño se entregaron, Y ángeles despertaron del coro celestial? ¡Oh! no sabeis sin duda que la alta Providencia Para su dicha eterna tal vez lo quiso así, Para salvar del mundo su cándida inocencia Que atropellar pudiera del vicio el frenesí.

Según él esta señora ya entrada en años era más niña que todas las pequeñuelas rubias que corrían por el paseo con una muñeca en los brazos.

Un día, hallándose en el jardín de su casa recortando los setos de boj y membrillo, para lo cual, y con objeto de no lastimarse las manos, solía ponerse guantes, vió en el balcón cercano unas cabecitas rubias que le sonreían. Eran los hijos de D. Marcelino, á quienes Octavio, como vecino, no dejaba de conocer muchísimo. Allí no estaban más que los pequeños.

La honorable sociedad contemplaba el espectáculo con un sentimentalismo alcohólico que agolpó lágrimas en los ojos. Las damas apoyaban con desmayo poético sus cabezas rubias en el hombro más próximo. Una rompió a llorar con estertores histéricos. «La luna... la luna», murmuraba cada uno en su idioma.