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No pudo conseguirlo; pero adivinó que su bote se deslizaba sobre una extensión acuática que sólo tenía algunos metros de profundidad. Media hora después, al volver á hundir el remo, creyó tocar una roca; pero siguió avanzando mucho tiempo, sin que la quilla del bote rozase ningún obstáculo.

«Seis, siete.... Y uno en el bolsillo, ocho.... Puede que haya otro en la lavandera...». Dejólos caer de golpe. Acababa de recordar que uno de aquellos pañuelos se lo había atado él a la niñita debajo de la barba, para impedir que la baba le rozase el cuello.

Don Víctor era poco más alto que Ana; don Álvaro tenía que inclinarse para que su aliento, al hablar, rozase blandamente la cabeza graciosa y pequeña de la dama. Parecía una sombra protectora, un abrigo, un apoyo; se estaba bien junto a aquel hombre como una fortaleza.

Por todos estos caprichos pasaba el otro, con tal de ver a Enriqueta sonriente. Estas continuas confidencias hacían penetrar lentamente a Luis en la vida de su mujer; seguía de lejos el curso de su enfermedad y no pasaba día sin que mentalmente se rozase con aquel ser, del que se había apartado para siempre. Una tarde se presentó el cura con desusada energía.

Ojeda conocía a este intruso invisible y juguetón que revolucionaba el trasatlántico, y el intruso lo conocía igualmente a él desde algunos años antes. Tal vez le rozase, como a los otros, con sus alas de mariposa inquieta, pero al reconocerle, seguiría su camino.