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En el partido de mi tía, es necesario decirlo para ser justo, y sobre todo para ser exacto, figuraba la mayor parte de la burguesía porteña; las familias decentes y pudientes; los apellidos tradicionales, esa especie de nobleza bonaerense pasablemente beótica, sana, iletrada, muda, orgullosa, aburrida, localista, honorable, rica y gorda: ese partido tenía una razón social y política de existencia; nacido a la vida al caer Rozas, dominado y sujeto a su solio durante veinte años, había, sin quererlo, absorbido los vicios de la época, y con las grandes y entusiastas ideas de libertad, había roto las cadenas sin romper sus tradiciones hereditarias.

Yo me llamo Berrotarán y usted es un pobre diablo, hijo de un lomillero. ¡, señor, de un lomillero! Su padre de usted era lomillero en tiempo de Rozas. ¡Haga usted lomillero a su sobrino!

Desde la calle, aquella casa hacía el efecto de estar inhabitada; tal era el abandono de sus paredes y el estado de sus puertas despintadas, casi carcomidas, y tan antiguas, que algunos de sus tableros exteriores debían haber sido pintados en tiempo de Rozas, porque, aunque sumamente descoloridos, se notaba que un día habían sido colorados.

Precisamente; nos habíamos reunido la noche antes en mi tienda toda la crema de la calle del Perú; Tobías Labao, Narciso Bringas, Policarpo Amador, Hermenegildo Palenque: la flor del mostrador, que durante la tiranía de Rozas había estado metida en un zapato, y nos fuimos a la barra.

A lo lejos, en los valles, en las faldas de las colinas, a las orillas de los arroyos, veíanse reposando quietas y silenciosas las vacadas; los ciervos cruzaban como sombras entre los árboles, en busca de sus ocultas guaridas; las aves habían entonado ya sus himnos de la tarde, y descansaban en sus lechos de ramas; en las rozas se encendía la alegre hoguera de pino, y el viento glacial del invierno comenzaba a agitarse entre las hojas.

Luego contó, una tras otra, largas historias de las cuales ella o sus amigas habían sido las heroínas; y también tragedias ocultas, como el suicidio de una sobrina de Juan Manuel de Rozas, muchacha suave y sentimental, que no pudo sobrevivir a un desengaño de amor.

Martínez de la Rosa, Toreno, Burgos y comparsa se niegan a todo lo que sea revolución, Palafox se aviene siempre con el parecer de Calvo de Rozas, y Calvo de Rozas, unido con Flores Estrada, ha hecho una constitución templadita. La quieren tanto, como buenos padres, que si no es preferida, dicen que no se cuente con ellos para nada.

Tanto gusté de las extrañas maneras de vivir del hidalgo, y tanto me embebecí, que divertido con ellas y con otras, me llegué a pie hasta las Rozas, adonde nos quedamos aquella noche. Cenó conmigo el dicho hidalgo, que no traía blanca y yo me hallaba obligado a sus avisos, porque con ellos abrí los ojos a muchas cosas, inclinándome a la chirlería.

Para derrocar a Rozas no fueron necesarios los libros; para hacer la Constitución de 1853, tampoco fueron necesarios, y es la mejor constitución del mundo. Yo soy abogado y me ha bastado Darnasca para aprender mi profesión. La noción del derecho se pierde cuanto más a fondo se quieren conocer los textos. ¡Lo mismo es la política!

Este animoso oficial, despreciando los temores, y con la experiencia de su profesion, levantó aquellos espíritus abatidos, echó mano de las milicias, y ordenó las cosas de manera que dificultasen el proyecto del rebelde: á que contribuyeron mucho los caciques de Tinta y Chicheros, Rozas y Pumacagua, cuya lealtad y la de los Chuquiguancas, brilló como un astro luminoso en medio de la negra oscuridad de la rebelion, ofreciendo en obsequio de su fidelidad el digno sacrificio de algunas vidas de los de sus familias y todas las haciendas que poseian.