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Y para calmar la impaciencia bélica del ruso, el príncipe Tong remitía, con estos recados sutiles, algún substancioso presente de confites o goma de bambú en caldo de azúcar. Había un kiosco en el jardín, bajo los sicomoros, que se denominaba, al modo chino, el «Reposo discreto»; a un lado un arroyo fresco cantaba dulcemente bajo una fuentecilla rústica pintada de color de rosa.

Para verla respetada hay que abrir la Biblioteca Rosa; para verla respetada, es necesario venir a la Academia... ¡una vez por año! ¡Pobre virtud! »¡Escuchad! ¿queréis saber dónde está literariamente?

Y agora debo deciros agregó por fin con voz entrecortada por la emoción que en sus últimos instantes mezclaba vuestro nombre al nombre de Cristo y de Nuestra Señora, doncella santa. Rosa acercose al ataúd. ¿Cómo dudar?

Al cabo tropezó con dos paisanos de Riofrío, y entró debajo de un hórreo con ellos a beber una copa. Cuando le pareció que Rosa y Máxima tenían ya tiempo para estar de vuelta, despidiose y se dirigió a casa de la tía Eugenia. Recibiole ésta, que ya estaba en el secreto, con la satisfacción hipócrita y el servilismo que despliega la gente del campo ante los señores.

Tan triste y abatido le dejó el relato, que para confortarse un poco bebió contra su costumbre, y le hizo daño. Entre el excusador y Celesto le llevaron a casa. Por la mañana al despertarse no recordaba nada de lo que había pasado en la taberna. Pero recordó con terrible claridad la situación en que sus imprudentes galanteos habían colocado a la pobre Rosa.

Aunque ésta la tenía acostumbrada a sus genialidades, que no eran siempre de color de rosa, jamás había oído de sus labios palabras tan crudas ni pensamientos tan atrevidos.

Porque, sin una completa reconciliación, ¿cómo iba á poder Fortunato ir á casa de la señorita Guichard para ver á sus hijos? Mauricio, en la expansión de su alegría, no miraba tan lejos. Además para él la reconciliación era segura; y como quiera que fuese, en casa de la señorita Guichard ó en otra parte, la vida se le aparecía de color de rosa.

Andrés sintió un enternecimiento singular, y antes de levantarse, buscó a tientas la mano de Rosa y la apretó suavemente. Cerca de terminarse la misa, Celesto comenzó a hender trabajosamente la muchedumbre arrodillada, dando a besar un escapulario.

Unos eran opacos é incoloros, otros bronceados y negros; los más se revestían con tintas soberbias, cuyo esplendor desesperaba á los pinceles humanos, incapaces de imitarlas. Un rojo magnífico era la base de esta coloración, descendiendo gradualmente al rosa pálido, al violeta, al ámbar, hasta perderse en el lácteo iris de las perlas y la policromía temblona y vagorosa del nácar de los moluscos.

Por si alguno dudaba todavía, La Mañana, el diario de Publio Esperoni, confirmó la noticia, esta vez con nombres y apellidos. El suelto, breve y displicente, limitábase a decir que «el capitán Pérez había pedido la mano de la señorita Rosa Itualde». El casamiento iba a verificarse a fin de año y el matrimonio fijaría su residencia en la capital federal... ¡Nada más decía La Mañana!