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No miraba esto con buenos ojos Doña Paca, atenta a su plan de casarla con el rondeño; pero la niña, que tomado había en aquellos tratos no pocas lecciones de romanticismo elemental, se puso como loca viéndose contrariada en su espiritual querencia.

La ilusión de Doña Paca era casarla con uno de los hijos de su primo Matías, propietario rondeño, chicos guapines y bien criados, que seguían carrera en Sevilla, y alguna vez venían a Madrid por San Isidro. Uno de ellos, Currito Zapata, gustaba de Obdulia: casi se entablaron relaciones amorosas que por el carácter de la niña y sus extravagancias melindrosas no llegaron a formalizarse.

Del amor de Clara por el poeta rondeño estaba más convencido aún. Con este doble convencimiento, de que se alegraba, precipitó más la partida de D. Carlos, y antes de mediodía consiguió que saliese del pueblo con dirección á Sevilla.

Allí estaba sentado el poeta rondeño D. Carlos de Atienza cuando llegaron el Comendador, su sobrina y Doña Clara.

Clara tiene trastornada la cabeza, y por eso quiere ser monja de repente. ¿Qué vocación ha de tener, cuando me consta que estaba, que está aún, enamorada de ese muchacho rondeño, con quien podría ser felicísima? Aquí hay algún misterio abominable. Algo se ha hecho para infundir el delirio en Clara y perturbar su natural despejo.

Con noble sinceridad, sin dejar de acariciar en su pensamiento la probable herencia, se asociaba al duelo de D. Romualdo por el generoso solterón rondeño. «En fin, señora mía: murió como católico ferviente, después de otorgar testamento... ¡Ay!...