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Entonces caía anonadado, sudoroso, sobre una poltrona y murmuraba en el silencio del cuarto, en donde las velas que ardían en los bruñidos candelabros de plata prestaban tonos sangrientos a los rojos damascos: ¡Es preciso matar a este muerto!

Casas para vecinos con trazas de cuarteles, viviendas de tres ó cuatro pisos, sin patios, sin luz, sin aire, con proporciones de castillejos, vanos distribuidos con infantil simetria, pobres adornos de yeso de muy dudoso gusto, herrajes de tiritaña, muros y paramentos lisos, y algunos mármoles blancos, azules ó rojos, aplicados á solerías y zócalos.

El astro soberano al descender tras el roquero monte que cierra el fertil llano, trasunto hermoso del Edén cristiano dibujaba en el mágico horizonte. Tus ojos, como espejos reflejaban también aquellos rojos y dorados reflejos: tu mirabas allá, lejos, muy lejos... y yo te devoraba con mis ojos. ¡Perdóname, bien mío!

Tan pronto discutían los movimientos de la máquina tratando de recordar nociones olvidadas de Física, como rondaban al rededor de la joven colegiala, de la buyera de labios rojos y collar de sampagas, susurrándoles al oido palabras que las hacían sonreir ó cubrirse la cara con el pintado abanico.

Su figura es la misma que la de los lobos marinos, y solamente los llamaron leones, por ser mucho mayores que los lobos del Rio de la Plata. Hay de ellos rojos, negros y blancos, y metian tanto ruido con sus bramidos, que á distancia de un cuarto de legua engañaran á cualquiera, juzgando son vacas en rodeo.

El reloj de la torre llamada el Miguelete señalaba poco más de las diez, y los huertanos juntábanse en corrillos ó tomaban asiento en los bordes del tazón de la fuente que adorna la plaza, formando en torno al vaso una animada guirnalda de mantas azules y blancas, pañuelos rojos y amarillos ó faldas de indiana de colores claros.

Entonces cayó en la cuenta de que necesitaría gastar algún dinero, y segura de tener bastante, registró los huequecillos rojos del portamonedas, contó, revisó, pasó las piezas de una parte a otra; pero por más vueltas que daba y trasiegos que hacía, resultaba siempre que apenas tenía dos docenas de pesetas. ¿En dónde estaba lo demás? ¿La habían robado?

Era una gracia provocativa y seductora que no residía precisamente en sus ojos vivos y brillantes, ni en su boca, un poco grande, fresca, de labios rojos que a cada momento humedecía, ni en sus mejillas tostadas, ni en su nariz, levemente remangada: estaba en todo ello, en el conjunto armónico, imposible de definir y analizar, pero que el alma ve y siente admirablemente.

Se perdían bajo las puertas, con una tiesura sacerdotal, los graves jinetes moriscos, arrastrando el albo alquicel anudado á la cabeza como una bola de nítida blancura, ó el manto purpúreo de aguda capucha, que les daba el aspecto de barbudos frailes rojos.

Los Materne se habían detenido al borde de la peña; aquellos tres fuertes hombres rojos, con el sombrero levantado, el cuerno de pólvora al costado, la carabina al hombro, las piernas enjutas y musculosas, firmemente erguidos al extremo de la peña, ofrecían un extraño aspecto sobre el fondo azulado del abismo.