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De nuevo, por fin, las pintadas aves que cubren los cielos, tendiendo en el espacio sin nubes sus rojas alas fulgurantes bajo el sol, o agitando el prismático penacho con que la naturaleza las dotó.

Watson montó á caballo la mañana siguiente, pero en vez de dirigirse al lugar donde se abrían los canales, se encaminó á la estancia de Rojas. Mientras el gobierno no enviase un nuevo director para la terminación del dique, los trabajos de la empresa ideada por Robledo resultarían inútiles y era prudente suspenderlos.

No es, sin duda, uno de los aspectos más brillantes de esta época esa coparticipación de diversos autores en la misma obra, costumbre extendida sobremanera en la época de Calderón; y, sin embargo, tan universal fué esta práctica, que hasta los poetas más distinguidos, el mismo Calderón, Rojas y Moreto, trabajaron juntos con otros.

Esta Patagonia, ahora desierta, verá usted qué linda se nos pone dentro de unos años, cuando sus tierras sean regadas. Fué una verdadera suerte que su aspecto pareciese tan feo á los de Europa. Por eso es nuestra aún y no nos la han robado. Y contaba á Rojas lo que había leído en periódicos y libros.

No... el día que yo llegue a amar, amaré como ninguna. ¿A ? No lo , a cualquiera; a usted, si es capaz de hacerme feliz, a otro, si usted no lo es... En aquel momento comenzaba a amanecer; el primer albor del día dibujábase tras de las torres de San Francisco y el horizonte empezaba a teñirse débilmente de tintas rojas.

El cura erguía su cuerpo pequeño y redondo, queriendo abarcar en una mirada de resignación las víctimas, los verdugos, la tierra entera, el cielo. Parecía más grueso. El negro ceñidor, roto por las violencias de los soldados, dejaba libre su abdomen y flotante su sotana. Las melenas plateadas chorreaban sangre, salpicando de gotas rojas el blanco alzacuello.

Minutos después pudo reconocerlo con facilidad, por haberle visto aquella misma mañana. Era don Carlos Rojas.

Rojas hizo nuevos ofrecimientos, al mismo tiempo que se esforzaba por contener su indignación, dando á su voz una exagerada melosidad. No de qué me habla, señor contestó al fin Piola . Se equivoca usted. Nunca he visto á esa señorita. ¿Acaso ustedes no son amigos de Manos Duras?

Sonó a lo lejos la música y brillaron en el antecomedor luces rojas y verdes, una línea de faroles llevados en alto por los camareros. Este resplandor, amortiguado por los vidrios de colores, iluminaba discretamente con luz suave. Era la «marcha de las antorchas» de toda fiesta alemana.

La hermosura del país, con cuyos accidentes se sentía unida por una especie de parentesco, la escasa felicidad que había gustado en él, la miseria misma, el recuerdo de su amito y de las gratas horas de paseo por el bosque y hacia la fuente de Saldeoro, los sentimientos de admiración o de simpatía, de amor o de gratitud que habían florecido en su alma en presencia de aquellas mismas flores, de aquellas mismas nubes, de aquellos árboles frondosos, de aquellas peñas rojas, y como asociados a la belleza, al desarrollo, a la marcha y a la constancia de aquellas mismas partes de la Naturaleza, eran otras tantas raíces morales, cuya violenta tirantez, al ser arrancadas, producíala vivísimo dolor.