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Cuando pasaba por las cubiertas le rodeaban los niños, colgándose de su levita, danzando ante sus rodillas, pidiendo que los levantase lo mismo que una pluma entre sus brazos membrudos.

Un arca con tiradores a modo de mostrador ocupaba entera la parte inferior del lienzo más grande de pared; un crucifijo horriblemente ensangrentado pendía sobre el arca. Lo primero con que tropezó fue con Celesto que, de rodillas a la puerta, rezaba el rosario.

Adriana se lo representaba plegando las rodillas, abatido por el golpe mortal, con los ojos cegados por la sangre de la herida y murmurando una oración, puestos los labios sobre la cruz de la espada. ¡Cuánta melancolía insinuaba en su meditación aquella historia, ensimismada en el secreto como las cosas de la confesión!

Entonces la joven, arrebatada de gloria y entusiasmo, se abrazó a las rodillas del Señor y las inundó de lágrimas, diciendo entre sollozos, como la esposa del texto sagrado: Mi alma se ha derretido cuando habló mi amado. Y poco a poco sus brazos, anudados al cuerpo de Jesús, fueron subiendo hasta estrecharle el cuello.

Sentóse en el alféizar, echando las piernas fuera, y lentamente empezó a descender, tanteando con los pies las oquedades del muro para evitar que rodasen piedras sueltas, denunciándole con su estrépito. Al tocar tierra sacó el revólver de la faja, y agachándose, casi de rodillas, con una mano en el suelo, comenzó a seguir el contorno de la base de la torre.

Se le oía pasear en el vestíbulo. Ha sospechado que estás aquí, dijo Zoraida, pero es de todos modos un atrevimiento. Y dirigiéndose a la sirvienta: Dile que no estamos para nadie, que hay enfermos. Adriana se hincó de rodillas y escondió el semblante entre las ropas de la cama. ¡Ahora lo sabremos todo! dijo Laura con resolución.

El 21, a las once de la mañana, mandó subir toda la tropa y marinería; hizo que se pusieran de rodillas, y dijo al capellán con solemne acento: «Cumpla usted, padre, con su ministerio, y absuelva a esos valientes que ignoran lo que les espera en el combate». Concluida la ceremonia religiosa, les mandó poner en pie, y hablando en tono persuasivo y firme, exclamó: «¡Hijos míos: en nombre de Dios, prometo la bienaventuranza al que muera cumpliendo con sus deberes!

Cómo lo mimaban, lo obsequiaban, lo traían en palmas... La pequeña Camila, tenía ocho años, venía a sentarse sobre sus rodillas y le decía: Mirad, señor cura, en vuestra iglesia es donde quiero casarme, y mi mamá llenará toda, toda la iglesia de flores... más que para el mes de María. Será como un gran jardín, todo blanco, blanco, blanco. ¡El mes de María!... En ese momento era el mes de María.

Era admirable su paciencia y serenidad de ánimo en estos lances, sin mostrar el menor sentimiento cuando no tenía qué comer, gastando el tiempo absorto en Dios; y todas las mañanas, antes de ponerse en camino, estaba de rodillas largo espacio. Hallamos cierta fruta silvestre que sólo nos hacía comer la extrema necesidad.

Y ahora ¿te acuerdas? ¿Son o no son como las de la tiple? Iguales, hombre, iguales. ¡Mira, mira, míralas bien!... Y Emma levantaba el pie hasta colocarlo sobre las rodillas de su marido. El tío estaba del otro lado de la mesa y no podía ver el pie levantado, ni tampoco lo intentaba.