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Con razón el día anterior le había dicho, burlándose, Elena: «¡Mucho ojo, Robledo! La condesa está locamente enamorada de usted, y la creo capaz de raptarleExpresaba la poetisa su entusiasmo con una avalancha de palabras al hacer la presentación del ingeniero. Un héroe; un superhombre del desierto, que allá en las pampas de la Argentina ha matado leones, tigres y elefantes.

Tengo miedo, Manuel dijo á su camarada . Yo mismo no comprendo ahora cómo firmé esos papeles, sin darme cuenta de su importancia... ¿Quién pudo aconsejarme una fe tan ciega en los negocios de Fontenoy? Robledo sonrió tristemente. Podía darle el nombre de la persona que le había aconsejado; pero consideró inoportuno aumentar con tal revelación el desaliento de su amigo.

Dos veces fué ahora á la ventana, abriéndola para ver su exterior y su interior, con la esperanza de encontrar un papel ó cualquier otro indicio del invisible visitante, llegado con el alba y desaparecido al salir el sol. «Es Federico volvió á decirse ; no puede ser otro... Robledo debe saber donde está. ¡Cómo deseo que vuelva al pueblo para hablarle!...»

Y mientras los esposos hablaban de sus preparativos para emprender al día siguiente un viaje que en realidad, era una fuga, Robledo, puestos sus ojos en ella, se dijo mentalmente: «¡Qué disparate acabo de hacer!... ¡Qué terrible regalo voy á llevar á los que viven allá lejos, duramente... pero en paz

Robledo y el comisario salieron á su encuentro, mostrando gran alegría al reconocer á Celinda. Frente á las ruinas estaban los otros hombres de la expedición. Después de curar á su modo á los dos cordilleranos heridos, los vigilaban, así como á Piola, hablando de conducirlos al día siguiente á la cárcel de la capital del territorio.

Luego miró á su amigo con una extrañeza dolorosa. ¿Solo?... ¿Cómo se atrevía á proponerle que abandonase á Elena?... Prefería morir, pues de este modo se libraba del sufrimiento de pensar á todas horas en la suerte de ella. Como Robledo estaba irritado, y en tal caso, siempre que alguien se oponía á sus deseos, era de un carácter impetuoso, exclamó irónicamente: ¡Tu Elena!... Tu Elena es...

Cuando recibió este retrato, debía tener Robledo treinta y siete años: la misma edad que él. Ahora estaba cerca de los cuarenta; pero su aspecto, á juzgar por la fotografía, era mejor que el de Torrebianca. La vida de aventuras en lejanos países no le había envejecido. Parecía más corpulento aún que en su juventud; pero su rostro mostraba la alegría serena de un perfecto equilibrio físico.

Al fin, el ingeniero francés, que por ser el autor de la fiesta mostraba una superioridad absorbente, se interpuso entre Elena y los demás hombres, ofreciéndola el brazo para enseñarle todas las bellezas de su invención forestal. Robledo aprovechó esto para tocar á Ricardo en la espalda, invitándole á dar un paseo por la arboleda.

Recordando sus años juveniles pasados en París, reconoció Robledo el pequeño establecimiento frecuentado por mujeres que no disponen de otra industria para vivir que el encontrón carnal, pero desean conservar cierta apariencia independiente, y á las cuales sirve la dueña de consejera é intermediaria. Un camarero de aire afeminado servía á las parroquianas. En este momento eran dos.

Retiró la pipa de su boca, golpeando con ella la suela de uno de sus zapatos, y la metió luego en un bolsillo del gabán, recomendando á los criados que lo guardasen cuidadosamente, como si fuese prenda de gran valor. El abrigo de pieles que llevaba Robledo atrajo el respeto de los dos servidores. Uno de ellos le ayudó á despojarse de él, conservándolo sobre sus brazos.