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Parecía indicarle con los ojos que su presencia era inoportuna. ¿Moreno se ha quedado en su casa? preguntó. Cuando Robledo y Torrebianca quedaron solos, éste pareció otro hombre. Se fué desvaneciendo su excitación, bajó los ojos, y el español creyó que se empequeñecía en su asiento, como algo blando que se desplomaba, falto de sostén interior.

Antes de seis meses añadió Watson podremos regar nuestras tierras, según afirma Canterac, y dejarán de ser una llanura estéril. Robledo mostró su contento. Un verdadero paraíso va á surgir, gracias á nuestro trabajo, de este suelo que sólo produce ahora matorrales. Miles de personas encontrarán aquí una existencia mejor que en el viejo mundo.

Lo he visto después muchas veces; creo que ahora es general. ¿Cómo dice usted que se llamaba?... Y siguió evocando sus recuerdos; pero el español se dió cuenta de que confundía á Canterac con otro militar amigo suyo, haciendo una sola persona de los dos hombres, conocidos en períodos distintos de su vida. Robledo sabía con certeza que Canterac había muerto.

Una noche, al salir de casa de los Torrebianca, quiso Robledo marchar á pie por la avenida Henri Martin hasta el Trocadero, donde tomaría el Metro. Iba con él uno de los invitados á la comida, personaje equívoco que había ocupado el último asiento en la mesa, y parecía satisfecho de marchar junto á un millonario sudamericano.

Siempre pobre contestó el ingeniero . Pero como estoy solo en el mundo y no tengo mujer, que es el más caro de los lujos, podré hacer la misma vida de un gran millonario yanqui durante algunos meses. Cuento con los ahorros de varios años de trabajo allá en el desierto, donde apenas hay gastos. Miró Robledo en torno de él, apreciando con gestos admirativos el lujoso amueblado de la habitación.

Llamó á la puerta con recato, como si no quisiera ser oído por todos los habitantes de la casa, y sonrió al ver que era Sebastiana la que salía á abrirle. El señor no está: se fué con don Canterac á Fuerte Sarmiento esta mañana. ¿Y don Robledo, está bueno?... La mestiza, como muchas gentes del país, aplicaba el don indistintamente á los nombres y los apellidos.

Acabaron su cena silenciosamente Watson y Robledo, preocupados por lo que había ocurrido horas antes en el parque inventado por Canterac.

Robledo acababa describiendo su arribo cuando los caballos ya no podían avanzar más á un pozo de agua salobre, que fué el más delicioso de los líquidos bebidos en toda su existencia... Y al final de este viaje no encontró nada. Los datos que le habían hecho creer en un gran negocio eran equivocados.

El marqués salió de su estupefacción, iniciando el esperado movimiento afirmativo; pero Robledo le contuvo con un ademán para que esperase, y añadió enérgicamente: Ya sabes mis condiciones. Allá hay que ir como á la guerra: con pocos bagajes; y una mujer es el más pesado de los estorbos en expediciones de este género... Tu esposa no va á morir de pena porque la dejes en Europa.

Quieren llevarme á la cárcel dijo con voz doliente . Yo, que nunca he hecho mal á los demás, no comprendo por qué se encarnizan de tal modo conmigo. En vano intentó Robledo consolarle. ¡Qué vergüenza!-siguió diciendo . Jamás he temido á nadie, y sin embargo, no puedo sostener la mirada de los que me rodean.