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Robledo vió pasar por sus ojos una expresión completamente nueva. Era de miedo: el miedo del animal acosado. Por primera vez percibió en la voz de Elena un acento de verdad. Usted es el único, Manuel, que ve claramente nuestra situación; el único que puede salvarnos... Pero lléveme á también. No tengo fuerzas para quedarme... Primero mendigar en un mundo nuevo.

Le estrechó la mano Robledo, agradeciendo su generosa resolución, y ya no hablaron más de este asunto. Desde la mañana siguiente, Elena, que tenía cierta facilidad para adaptarse á las diversas situaciones de su existencia, se mostró laboriosa y emprendedora.

Quiso exteriorizar su desesperación y murmuró, señalando á la otra mujer medio ebria que dormitaba en el diván: Así seré yo dentro de poco. Se obscureció su rostro, como si pasase sobre él la sombra de sus últimas horas, y bajando las pupilas añadió: Y luego morir. Robledo permaneció silencioso. Había sacado disimuladamente su cartera de un bolsillo interior y contaba papeles debajo de la mesa.

Cuando hubo terminado el relato de lo visto y oído por ella en la noche anterior, siguió diciendo: ¿Por qué esa señorona y Manos Duras hablaron de mi antigua patroncita?... ¿Qué tiene que ver con ellos mi paloma inocente?... Como yo soy una zonza, que no puede entender muchas cosas, me he dicho: «Voy á ver á don Robledo, el ingeniero, que lo sabe todo.

Robledo se había marchado dos días antes á Buenos Aires para pedir á los Bancos un nuevo crédito que le permitiese continuar sus obras, y también para vender ciertos terrenos que poseía en la Pampa central. Subió el joven con cierta inquietud la escalinata de madera, después de mirar disimuladamente á las ventanas.

Apenas le hablaba alguien, se apresuraba á contestar con grandes muestras de respeto, huyendo inmediatamente. La Titonius tenía en torno á ella un círculo de hombres, que eran en su mayor parte los jóvenes de aspecto «artista» vistos por Robledo en la antesala. Muchas señoras se burlaban francamente de la condesa, partiendo de sus grupos irónicas miradas hacia su persona.

Y después de levantarse del sillón-trono con toda la pesadez de su volumen, se alejó imitando la ligereza de una niña, no sin enviar antes á Robledo un beso mudo con la punta de sus lentes. Desconcertado por esta agresividad pasional, y ofendido al mismo tiempo porque creía verse en una situación grotesca, el ingeniero abandonó igualmente el solitario gabinete.

Sus labios se movían apenas, como si temieran dejar adivinar en sus contracciones las palabras deslizadas suavemente. Robledo se arrepintió de su curiosidad al ver la rápida mirada que le dirigía Fontenoy, mientras continuaba hablando á Elena, puesta de espaldas á la puerta. Esta mirada volvió á emocionarle como la otra.

Sentía la necesidad de convencerse á misma de que aún guardaba su antiguo poder de seducción, trastornando la existencia del joven ingeniero... Y ahora debía sufrir cruelmente en su vanidad, al verse despreciada por el único hombre que había llegado á interesarle en este desierto. Robledo acabó por compadecer á la esposa de Torrebianca con una conmiseración algo despectiva.

Había muerto en Verdún con un heroísmo obscuro, como tantos otros, y esta mujer no guardaba una imagen precisa de él, después de haber perturbado tan deplorablemente su existencia. Ni siquiera pareció recordar su nombre al repetirlo Robledo.