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Y esta mujer, amigo, le penetraba a uno... amigo, le enloquecía... verdaderamente le condenaba el alma con su maldita fascinación. Un día le dije: Celeste, ¿cómo demonio se te hizo esa maldita cicatriz? A lo que me contestó: Roberto, a ningún blanco más que a usted lo contaría; esta cicatriz me la hice yo con toda intención, me la hice yo misma, a fe.

Roberto Peel era un gran organizador, pero carecía de esa facultad poética que se llama creadora, sea que ella se aplique á la composicion de un poema, ó á los negocios de la administracion ó de la política.

Cuando me encontré sola en mi cuarto, me dije: «¡Bueno, ahora vas a festejar la NavidadSaqué las cartas de Roberto de la gaveta en que las tenía cuidadosamente escondidas y resolví leerlas hasta una hora avanzada de la noche.

Por otra parte, nunca habían tenido la costumbre de las grandes expansiones; por consiguiente, nada parecía cambiado entre ellos; tocó sonriéndose la mano que él le tendió a su llegada, y la salud de su querido Roberto, su buen aspecto, su crecimiento rápido, diéronle un asunto fácil de conversación, que allanó todas las dificultades.

Blanca se presenta con el cabello suelto y en el mayor desorden, y cuenta á su padre, con frases llenas del más vivo terror, invocando su protección, que su esposo encolerizado se propone quitarle la vida. Roberto le insta que le declare en todo la verdad, pero ella jura y perjura que es inocente.

Rafael había salido del salón, Juanito jugueteaba con Miss, cada vez más inquieta y ladradora, y Roberto, apoyado en el piano, hablaba con Concha, que sonreía, tecleando nerviosamente, haciendo escalas que parecían cabriolas e iniciando temas conocidos, que se confundían fantásticamente. ¿Dónde diablos están los otros? pensaba el tío, paseando su vista por el salón.

Roberto no podía hacerla esperar mucho más sin exponerse a verla extinguirse un día agotada por la pena, como una lámpara que ya no tiene aceite.

Roberto estaba todavía sentado, como yo lo había dejado, en una esquina del canapé; había fumado su cigarro, del que no le quedaba ya más que la punta entre los dedos, y el bordado de Marta contenía una flor que antes no existía. ¿Por qué te encoges de hombros con ademán tan despreciativo? me preguntó Marta. Y Roberto agregó: Parece que no tengo la aprobación de la señorita.

Lope de Vega, en el acto II de El Caballero de Illescas: «ROBERTO. ...Y tengo gracia en hacer versos, que canto a un laúd. Pérez de Montalván, en la jorn. I de No hay vida como la honra.

El reloj hacía oír su tic tac; de la pared en que se encontraba la ventana venía el ligero quejido del viento y en el interior de la habitación resonaba el ruido de los pasos de Roberto; fuera de esto, ni el menor ruido. Y de improviso me pareció oír, en medio del silencio, que mi sangre se agitaba y hervía dentro de mi cuerpo. Escuché con atención.