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Pero pronto me repuse, pues había aprendido a dominar mis nervios. Roberto dije, voy a darte un consejo, y después dejarás que me vaya, porque estoy algo cansada. ¡Habla, habla exclamó, haré ciegamente lo que quieras! Y cuando lo miré, no pude impedir exhalar un profundo suspiro de dolor y de júbilo, pues pensaba: «¡Te ha tenido en sus brazos

Pero no cesaste de exhortarme, tanto, que por fin, hace ocho días, armándome de todo mi valor, le pedí que compartiera mi suerte. Ella se negó, lo sabes. »Se puso pálida como una muerta; en seguida me tendió la mano y me dijo, resistiéndose: »Renuncia a esa idea, Roberto; yo no puedo ser tu mujer.

Pero los motivos que pueden haberla impulsado al suicidio, no sólo no faltan, sino que abundan. Usted tiene, no obstante, un argumento de su parte, uno solo... Ferpierre se detuvo un momento para respirar. Roberto Vérod permanecía en la misma actitud en que desde el principio lo había escuchado: la cabeza baja, las manos estrechamente apretadas, como quien espera un golpe mortal.

Dos velas inmóviles, cruzadas como dos alas sobre el agua inmóvil también; una tenue línea de humo por el lado de Collonges, y ningún otro signo de vida. En medio del silencio infinito, lejanos toques de campana anunciaban que una vida acababa de extinguirse. Al Cielo, a la tierra, a la luz, Roberto Vérod pedía cuentas de aquella vida.

Si la recompensa del amor es el odio, si la vida infeliz y débil de aquella criatura de amor a la cual se debían prodigar los más solícitos y tiernos cuidados había sido destruida precisamente por quien conocía la benignidad de su corazón, nada había en el mundo, nada más que el mal... Pero Roberto Vérod reprimía estas palabras.

Detrás de las niñas de doña Manuela y sus amigas asomaban algunas veces cabezas de hombres: Rafaelito, su amigo Roberto y Fernando, el teniente de artillería, que por fin había sido presentado en la casa por el hermano de Amparito.

Abandonada, sola y pobremente vestida, encontrábase con su marido y la otra, radiante de sedas y pedrería. Imaginose a propia, muriendo tísica a causa de sus pesares, pero bella aún en su ruina y fascinando con sus postreras miradas al director de El Alud y al coronel Roberto, que la contemplaban con efusiva pasión... ¿Mas, dónde estaba, en tanto, el coronel Roberto? ¿Por qué no venía?

Sólo hay una que no puedo descubrir; que se alza noche y día ante mis ojos como un espectro, como una sombra espantosa, y cuando quiero asirla se me escapa, y esa cosa es: «¿Por qué ha muerto OlgaEl anciano se estremeció. Recordaba la carta y la promesa que la muerta había exigido de él. Roberto continuó: Una voz me grita sin cesar en los oídos: «¡Tuya es la culpa!» ¿Cómo?

Hasta entonces no había engañado más que a él; muy pronto mi traición debía alcanzar también a Marta. El invierno y la primavera pasaron velozmente y llegó el momento en que las gavillas comenzaron a amontonarse en los trojes. Roberto debía venir tan pronto como la cosecha hubiera terminado; «pero hasta entonces escribía, habrá que vencer más de una grave dificultad

¿Acaso es necesario semejante juramento entre nosotros? dijo ella en tono dolorido dirigiéndole, con sus hinchados ojos, una mirada amarga y furiosa. Pero le dejó hacer. Roberto puso la mano derecha de su madre sobre la frente de la muerta; ella la acarició diciendo entre sus sollozos: ¡Lo juro, mi querida! ¡Bien lo sabes , , que yo ignoraba todo y que jamás te he exigido nada malo!