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Dios castiga sin piedra ni palo: toma, toma... a comer cardos al Frigal ahora... ¿a dónde voy? ¿a dónde voy? Se acordó de míster Robert. Muchas veces le había oído a Quilito ponderar aquel hombre, elogiando su honradez, su contracción, su inteligencia; y cuando ella lo sacaba de ejemplo, estimulándole a imitarle, el joven hacía burlas.

Entretanto, Pablo, es preciso pensar, buscar: mañana vence el plazo, ¿ves? esta noche debieras ir a casa de ese aprovechado capitalista, que dice míster Robert: de noche será fácil encontrarle, si no, Pablo, no , no ... ¡Iré, ya lo creo que iré! ¡todo, todo, menos eso!

Y tiene todos los síntomas de la peste actual, señora observó míster Robert; lo malo está que la botica grande, es decir, los Bancos, no despachan ya. A su sobrino de usted se lo advertí que tuviera cuidado con el contagio... ¿Y yo, señor Robert? he gastado más saliva... Tanto andar con el apestado del primito... Eso es, ¡los amigotes!

A la hora en que míster Robert pasaba para el escritorio y desde esa hora en adelante, todos los días hábiles, es tal la afluencia de gente en la Bolsa, que diríase ermita de santo milagroso en día de romería.

A las cinco y media, cuando ya no se veía en el escritorio, míster Robert cerró su libro; la claraboya dejaba caer una luz mortecina, que embrollaba los números sobre el papel, simulando extraña danza de esqueletos, y no era posible continuar el trabajo.

Los otros abrían tamaña boca. Debía ser cierto, cuando Quilito lo decía. ¿Y si soltaba el trapo a disertar sobre finanzas? tenía tales trazas de catedrático, que nadie chistaba. ¿Qué noticias traes? le preguntó Jacinto. ¡Psh! hizo Quilito, lo de siempre, que esto se lo lleva el diablo. Echóse el sombrero a la nuca, y saludó con un gesto familiar a míster Robert.

Entonces, seguramente que don Bernardino no haría ascos a su candidatura, y las diferencias de familia quedarían olvidadas. Miraba a míster Robert y se encogía de hombros con lástima. No, no se vería él en ese espejo.

Para un hombre tan metódico como míster Robert, que tenía clasificadas las horas del día y llevaba el debe y haber de su vida, con la misma escrupulosidad que el libro mayor de la casa, el carácter inconsistente de su socio, aquella falta de instrucción y de juicio, que denotaba en sus actos y en sus palabras, no podía inspirarle confianza ni simpatía.

Venía el tranvía, el suyo, con su luz roja brillando, como un ojo de fuego, en medio de la neblina; míster Robert se metió en él, transido de frío. El reloj del Cabildo daba las seis. Era la hora ordinaria de su regreso al hogar, en invierno, porque en verano no lo hacía hasta después de las siete. Al escritorio llegaba siempre a mediodía; el mismo tranvía le dejaba en la esquina de la Catedral.

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