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La señora dijo, hablando con la marquesa es la madre... De mi hija, , señor respondió la marquesa. Rita lanzó una de sus carcajadas repentinas. Barón dijo la condesa, cuyo sofá estaba cerca de la mesa del juego , ¿sois aficionado a la música?

Rita, siempre animada y provocadora, lo era mucho con su primo, y no poco con los demás, pues don Pedro advirtió que a las miradas y requiebros de sus admiradores correspondía con ojeadas vivas y flecheras.

Y ella balbució con su vocecilla de plata: Carmen.... ¿Y tu mamá?... Mamá.... ¿Y tu papá?... Padrino.... ¿De dónde vienes? De allí y señaló con un dedito torneado, del lado del jardín. ¡Claro, como las flores! dijo Rita encantada de la docilidad graciosa de la niña. Rita deletreaba las facciones de la pequeña con avidez, como quien busca la solución de un enigma.

Diciendo estas palabras, Rafael se levantó, se acercó al barón, a quien el oidor ofrecía a la sazón un polvo de rapé, le dio el brazo y en su compañía se acercó a la mesa del juego. La marquesa se guardó la regañadura para mejor ocasión. Rita se tapaba la cara con el pañuelo para comprimir la risa.

Que si le habían contado a Julián, ¡Dios bendito! Y sobre todo, ¿cómo indicar ni lo más somero y mínimo de aquello de la señorita Rita, que maliciosamente interpretado tanto podía dañar a su honra? Antes le arrancasen la lengua.

Por este apellido, algunos guasones de su pueblo se burlaban de ella diciendo que venía de Santa Rita. Total: que ella no era santa, sino muy pecadora, y no tenía nada que ver con la Doña Guillermina de marras, que ya gozaba de Dios. Era una pobre como ellos, que vivía de limosna, y se las gobernaba como podía para mantener a los suyos.

¿Quién es? preguntaron el cura desde arriba y el ama desde abajo. ¡Casi nadie!... Su sobrino en persona, señor cura contestó Celesto. ¡Cáscaras! Me alegro... No pensé yo que sería tan puntual. Allá voy, allá voy ahora mismo... Pero ya se había adelantado la señora Rita, con su faz mórbida y pálida y la figura de perro sentado, a recibir al viajero con entusiasmo que rayaba en frenesí.

A la que no se podían poner tachas era a Rita, la hermana mayor.

Aquella tarde fué Rita a Rucanto, impaciente por ver a su niña y saber si era cierto que estaba tan contenta como el médico había dicho. Encontró abierta la casa, y a su llamada nadie respondía. Fué subiendo la escalera lentamente y se deslizó un poco azorada por los pasillos.

Cuéntame la vida que haces, porque se dice por ahí que en esta casa hay una zalagarda continua, y a Rita le parece que estás triste. Bajó la niña hacia el bordado sus apacibles ojos oscuros, y un poco turbada murmuró: ¿Yo triste? ¿Lo estás en efecto? ¿Tienes algún deseo, algún disgusto? ¿Es cierto que aquí no hay paz ni alegría?...