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Al fin se murió de vieja, mucho antes de que la suprimiesen las leyes revolucionarias. Estaba cansada de existir; el mundo había cambiado, y sus fiestas resultaban algo semejante a lo que sería una corrida de toros en Noruega, entre hielos y con cielo obscuro. Le faltaba ambiente.

Aquella elocuencia natural que había causado asombro al iniciarse en el Seminario, se hinchaba y esparcía como un gas embriagador en las reuniones revolucionarias, enardeciendo a la muchedumbre desarrapada, hambrienta y miserable, que sentía estremecimientos de emoción ante la sociedad futura descrita por el apóstol: la ciudad celeste de los soñadores de todos los siglos, sin propiedad, sin vicios, sin desigualdades, donde el trabajo sería un placer y no existiría más culto que el de la ciencia y el arte.

Estaban allí como en casa. ¿Qué mella haría la revolución de 1810 en un pueblo educado por los jesuítas y enclaustrado por la naturaleza, la educación y el arte? ¿Qué asidero encontrarían las ideas revolucionarias, hijas de Rousseau, Mably, Beynal y Voltaire, si por fortuna atravesaban la pampa para descender a la catacumba española, en aquellas cabezas disciplinadas por el peripato para hacer frente a toda idea nueva, en aquellas inteligencias que, como su paseo, tenían una idea inmóvil en el centro, rodeada de un lago de aguas muertas, que estorbaba penetrar hasta ellas?

Y hablaba a continuación de «la Papisa Juana», tremenda señora que Pablo Valls había visto siempre de lejos, por ser para ella la personificación de todas las impiedades revolucionarias y todos los pecados de su raza. «Por este lado no tengas esperanzaLa tía de Febrer sólo se acordaba de él para lamentarse de su mal fin y alabar la justicia del Señor, que castiga a los que caminan por malos senderos y se apartan de las santas tradiciones de la familia.

Al escapar así de la muerte, volvió al lado de mi madre, encerrándose en la más profunda oscuridad del campo hasta el día que las persecuciones revolucionarias no permitieron a los partidarios del antiguo régimen otro asilo que la prisión o el patíbulo.

Trabajaron en los llamados «hierbales» donde se cosecha el mate, del país puesto de moda por los jesuítas en otros tiempos, cuando gobernaban la República teocrática de las Misiones, fundada por ellos entre el Brasil, el Paraguay y la Argentina. Deseosos de volver á su patria, los dos interrumpieron su trabajo repetidas veces para tomar parte en las intentonas revolucionarias del partido.

No tenía periódicos que hacer, y servía de secretario á los generales que mandaban las fuerzas revolucionarias.

Deseaba ver al señor Antonio Matacardillos, el dueño del ventorro del Grajo, situado en la carretera, cerca del cortijo; un bravo que de joven le había seguido en todas sus aventuras revolucionarias. Estaba enfermo del corazón, con las piernas hinchadas, casi imposibilitado de moverse, no pudiendo llegar a la puerta de su choza más que entre ayes y tropezones.

Apenas había transcurrido una hora cuando otra bandera nuestra se vió ondear en la torre de la iglesia de Bakoor, que también se halla á orillas del mar, señal de nuevo triunfo de las tropas revolucionarias contra las fuerzas españolas que guarnecían dicho pueblo, compuestas de unos 300 hombres, los cuales por igual falta de municiones se rindíeron al ejército revolucionario.

Se dice que este fin de siglo es eminentemente práctico, egoísta y anti-sentimental. He aquí un caso que puede hacer pensar á los filósofos. ¿Qué van á decir los que aseguran que se ha perdido en Francia la energía individual? Nos encontramos en presencia de un caso de exaltación como no se veían sino en las ardientes épocas revolucionarias.