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Allí aparecieron, arrebatados de una mano a otra mano, los primeros números de aquellos periodiquitos tan inocentes, mariposillas nacidas al tibio calor de la libertad de la imprenta, en su crepúsculo matutino; aquellos periodiquitos que se llamaron <i>El Revisor Político</i>, <i>El Telégrafo Americano</i>, <i>El Conciso</i>, <i>La Gaceta de la Regencia</i>, <i>El Robespierre Español</i>, <i>El Amigo de las Leyes</i>, <i>El Censor General</i>, <i>El Diario de la Tarde</i>, <i>La Abeja Española</i>, <i>El Duende de los Cafés</i> y <i>El Procurador general de la Nación y del Rey</i>; algunos, absolutistas y enemigos de las reformas; los más, liberales y defensores de las nuevas leyes.

Señores dijo doña Flora la libertad de la imprenta es cosa que ha de darnos muchas jaquecas. ¿No han visto ustedes cómo se atreve <i>El Revisor Político</i> a ocuparse de mis tertulias, y de si van o no van a ellas filósofos y jacobinos? ¿Pues acaso entra en mi casa persona que no sea digna del mayor respeto?

Vino el revisor, escuchó la proposición de la faz redonda y la halló un poco grave. Era comprometido para el maquinista y para él; ya les habían reprendido severamente por actos semejantes; el servicio se interrumpía; los viajeros se quejaban; se perdían algunos minutos... La mujer escanció un vaso de vino, y se llegó con él a reforzar los argumentos de su consorte. Negocio terminado.

Al poco rato, el revisor se alejó y volvió a reinar silencio en el coche. El valle se había cerrado aún más. Las faldas de los montes avanzaban casi hasta el borde de la vía, dejando poquísimo espacio de campo. A trechos, sólo quedaba la anchura suficiente para el paso del riachuelo que corría por la cañada.

Si el maquinista quisiera parar antes de llegar a Piedrasblancas dijo la mujer nos ahorrábamos deshacer el camino. Es verdad dijo el marido. Díselo a Felipe. No si cederá. ¿Qué se pierde con pedírselo? El no ya lo tienes en casa. El marido asomó su faz redonda por la ventana, y espió largo rato los movimientos del revisor. Al fin se resolvió a hacer seña de que se acercase.

Mientras tanto yo envidiaba al catalán que, enteramente cubierto por la manta, no rebullía. Pero como no es posible la felicidad en este mundo, cuando yo estaba pensando en ella, apareció el revisor y le despertó exigiéndole el billete. Se levantó de muy mal humor, por no variar. Llegamos a la estación de Baeza, donde el catalán se bajó del coche. Don Nemesio y yo permanecimos en él.