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Los peones le conocían, como si fuese un contratista o maestro de obras; y cuando le faltaban estas distracciones emprendía atroces caminatas: iba a pueblos distantes, andando siempre con una regularidad mecánica; el cuadrado sombrero sobre las cejas, flotante el paleto, que no abandonaba ni aun en el verano, y bajo el brazo el bastón de su juventud, una caña vieja y resquebrajada, con puño redondo de marfil que casi era una bola de billar.

Estas ofrendas en especie al santo indican que aquello que, al parecer sobra, es precisamente lo que falta en el asilo; para que se enteren las almas caritativas que por allí caen rara vez a cumplir en una obra de misericordia, y que sus dádivas sean las que más se han menester en la pobre casa. Tintinea, cada vez más lejos, una campanilla, de voz resquebrajada y vieja.

Allí estaban los héroes de las antiguas fiestas: el Cid gigantesco, con su espadón, y las cuatro parejas representando otras tantas partes del mundo, enormes figurones con los vestidos apolillados y la cara resquebrajada que habían alegrado las calles de Toledo, pudriéndose ahora en los tejados de la catedral.

Nadie quería seguirle, cuando los navegantes contemplaron atemorizados el aspecto aterrador de la punta de América, la desolada Tierra del Fuego, y el fúnebre cabo Forward. Esa comarca, arrancada del Continente por violentas convulsiones, por la furiosa ebullición de mil volcanes, aseméjase á una tormenta de granito. Hinchada, resquebrajada por un enfriamiento repentino, su aspecto es horroroso.

Dando descomunales saltos, una liebre corrió hasta cerca de la pareja, y alzando su brillante mirada y aterciopeladas patas delanteras, se sentó y los contempló. Una bulliciosa ardilla se deslizó por medio de la corteza resquebrajada de un pino derribado, y se quedó allí parada. Te estamos esperando, Melisita dijo el maestro en voz baja, y la niña se sonrió.

En el silencio de la noche sonaban los crujidos de las cepas al dilatar su corteza resquebrajada por el calor. La cigarra chillaba furiosa en los surcos, abrasada por la tierra; la rana roncaba a lo lejos, cual si la desvelase la falta de frescura de la charca. Los acompañantes de Dupont, en mangas de camisa, alineaban bajo las arcadas las innumerables botellas traídas de Jerez.