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Y sea porque la vista de los guardias le turbase ó no tuviera en gran respeto al santo que iba en semejante compañía, no rezó ni siquiera un requiem æternam. Detras de S. José venían las niñas alumbrando, cubiertas la cabeza con el pañuelo anudado debajo del menton, rezando igualmente el rosario aunque con menos ira que los muchachos.

Algunos fieles madrugadores habían entrado en la iglesia y arrodilládose acá y allá; había sonado el tercer toque de misa, y a poco salió al altar un celebrante con casulla de réquiem; y rezada que fue la misa y cantado el responso, el celebrante entrose en la sacristía, y salieron otra vez los hermanos de la Paz y Caridad, con la difunta cargaron, y seguidos de la mujer y el perro salieron de la iglesia.

Afirmóse sobre sus plantas aquel hombre, y clavó sus ojos en Quevedo. ¡Ah! ¡es vuesa merced! Yo te daba ahorcado. Y yo á vuesa merced desterrado. Pues encuéntrome en mi tierra. Y yo sobre mis canillas. ¡Gran milagro! Sirvo á buen amo. ¿A su excelencia?... Decís bien: porque sirvo á don Rodrigo Calderón... ¡Criado del duque de Lerma!¿conque eres?... Medio lacayo... Medio requiem... Decís bien.

Pero a Mozart lo salvaba su carácter alegre; porque era un maestro en música, pero un niño en todo lo demás. A los catorce años compuso su ópera de Mitrídates, que se representó veinte noches seguidas; a los treinta y seis, en su cama de moribundo, consumido por la agitación de su vida y el trabajo desordenado, compuso el Requiem, que es una de sus obras más perfectas.

A la otra mañana, cuando después de la solemne misa de réquiem que hizo celebrar la marquesa en Zumárraga, volvió el jesuita a Loyola, oyó que las campanas de la iglesia tocaban también a muerto... Había fallecido aquella noche el padre Mateu; encontráronle al amanecer ya frío, tendido en su lecho.

Al concluir el alegre desayuno, cuando me levantaba yo ahito de pasteles, mi tía Pepa, entre afable y severa, me detuvo diciendo: Te falta una cosa, Rodolfo.... ¿Qué cosa, tía? ¡Dar gracias, Rorró!... Me hicieron rezar el Padre nuestro, el Ave María, la oración de San Luisito, y un requiem, y otro, y otro más, por el abuelito, por la abuelita y por mis padres.

Tiago!... ¡Vaya! ¡si chinos infieles ha enterrado usted y con misa de requiem! Cpn. Tiago había nombrado albacea y ejecutor testamentario al P. Irene, y legaba sus bienes parte á Sta. Clara, parte al Papa, al Arzobispo, á las Corporaciones religiosas, dejando veinte pesos para las matrículas de los estudiantes pobres.

Al escribir el Réquiem para los funerales de doña Bárbara de Braganza, presintiendo la extrañeza de instrumentistas y cantantes ante su música revolucionaria, puso en el margen de las particellas: «Se advierte que este papel no está equivocadoSu Letanía fue tan célebre, que estaba prohibido copiarla, bajo pena de excomunión; pero trabajo inútil, pues hoy a quien excomulgarían es al que se acordase de ella.

Brindóme a el porquero; me las cogía al vuelo y hacía más razones que decíamos todos. No había memoria de agua, y menos voluntad de ella. Parecieron en la mesa cinco pasteles de a cuatro, y tomando un hisopo, después de haber quitado las hojaldres, dijeron un responso todos, con su requiem aeternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes.

¡Felices ellos! ¡Qué de ilusiones! Todos hemos pasado por lo mismo... Lo malo es que deseamos marchar adelante en busca de algo más, cuando debíamos quedarnos con lo que tenemos. El príncipe asintió con la cabeza, repitiendo lacónicamente: ¡Felices ellos! Su voz era un réquiem. Estos encuentros sucesivos le hacían pensar en la muerta comunidad de la que era jefe irrisorio.