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Meditando sobre todo eso, Delaberge volvió a su mesa de trabajo, releyó su informe, examinó de nuevo las notas puestas en los planos y doblando cuidadosamente todos esos papeles, los metió en un sobre. Quiso llevar él mismo el pliego a correos, y luego, cuando ya lo hubo dejado en manos de la receptora, regresó despacio a la hospedería.

Abuela dije con expresión vencedora dándole la carta del cura, aquí tienes la respuesta que esperabas. La abuela se sujetó las gafas con cuidado, cogió la tarjeta, la leyó, la releyó, la meditó y dijo finalmente encogiéndose de hombros: El cura descarrila... y vosotras también. ¡Oh! abuela dije horriblemente alarmada, ¿niegas el permiso? No... haz lo que quieras.

Consideraba casi una afrenta la iniciativa de María Teresa para deshacer sus esponsales. ¿Lo creía, pues, incapaz de casarse sin recibir dote? Pero en seguida se sonrió de este último resto de caballerosidad que había brillado en su interior. ¿No quedaba todo bien arreglado así? La carta lo libraba de un gran compromiso. La releyó, pesó las palabras y analizó las frases...

Estaba escrito que Adolfo Itualde iría aquella mañana de sorpresa en sorpresa... Leyó las primeras líneas de la carta, las volvió a leer, las releyó de nuevo, restregándose los ojos con la mano como si no viera bien, frunció el ceño y prorrumpió en un: ¡No puede ser!... ¡No puedo ser!... Como electrizadas de curiosidad y de alarma, Laura y Coca preguntaron a un tiempo: ¿Qué?...

Lo conveniente era ayudarla, tenerla contenta, aparentando ignorancia, y buscar en ella un aliado, con cuyo auxilio fuese posible domesticar a doña Franquista y gozar de mayor libertad. Por último, encerrado en su cuarto, releyó tres o cuatro veces la carta para empaparse bien de sus quejas.

Montiño entregó la carta al padre Aliaga, que se levantó y fué á leerla junto á la vidriera de un balcón. El padre Aliaga leyó y releyó aquella carta. Luego volvió junto al cocinero mayor. ¿Sabe esto alguien? dijo guardando la carta del difunto Pedro Montiño, con gran cuidado el cocinero. , señor exclamó Montiño ; lo sabe una mujer. ¿Qué mujer es esa? Doña Clara Soldevilla.

Era visible que, según ella, acababa de cometer otra tontería. No comprendo esos misterios para una cosa tan sencilla... Pero como ya no podía retroceder di a Francisca la carta del señor Baltet diciéndole sencillamente: De mi alma hermana. Entonces será tan mema como respondió Francisca, y no es poco decir, mi pobre Magdalena... Leyó y releyó la carta como para pesar sus términos.

Cuando recibió la carta del doctor Le Bris la releyó dos o tres veces sin comprenderla. Si la duquesa hubiera estado allí, le habría rogado que se la leyese y se la explicase. Pero rompió el sobre cuando ya había salido para dirigirse a toda prisa a la calle del Circo y no quiso desandar lo andado.

Leyó y releyó la carta con una sonrisa beatífica, de deleite y de orgullo. No era gran cosa: media docena de renglones; un saludo desde Sevilla, deseándole mucha suerte en Madrid; una felicitación anticipada por sus triunfos.