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Y nada de visitas a los Bancos o de conferencias feroces como las que había tenido dentro de un escritorio inmediato a las nubes, en el piso treinta y cuatro de un rascacielos neoyorkino. ¡Lo que cuesta cazar el dólar, tan necesario para la vida!... Pero regresaba satisfecha de su viaje, pensando en el suspiro de alivio que exhalaría míster Power cuando en el muelle de Río Janeiro le explicase que el peligro de ruina quedaba conjurado gracias a ella. ¡Adorable niño grande! ¿Qué haría el pobre en el mundo sin su mujer?...

Momentos después regresaba Melchor a gran galope, meditando sobre la torpeza humana que lleva a los hombres al vicio, a la sevicia y al crimen, cuando basta casi siempre un ápice de energía y buen sentido para triunfar, sin violencias, sobre toda idiosincrasia inicial.

Había perdido en Europa gran parte de su fortuna, pues lo que obtiene éxito a un lado del Océano no lo obtiene en el otro, y regresaba, después de catorce años de ausencia, con el propósito de explotar varios negocios estupendos, según él, que aún le quedaban por allá.

Nacida en la Argentina, su origen y su apellido parecían irradiar un halo de gloria sobre la prole, borrando la insignificancia del origen paterno. La familia residía en París, y cada dos o tres años regresaba a América para que el jefe viese de cerca la marcha de sus negocios.

Yo se lo besé, se lo mordí tan sin pensarlo, que ella no pudo contener un ligero grito, a punto que la Madre Transverberación regresaba con el chocolate y los bollos. ¿Qué es eso, niña? preguntó la vieja, asombrada de oírla chillar. Nada, Madre Transverberación.

De vuelta a casa, lo primero que su señora le preguntó fue si sabía cuándo regresaba de Guadalajara D. Romualdo, a lo que respondió ella que no se tenían aún noticias seguras del regreso del señor.

Habló de la honra de la familia, de que si Sagrario regresaba no podrían vivir en la catedral las personas decentes, y él no permitiría que su hija se asomase a la puerta de la casa; y el muy ladrón todos los días le roba cera a la Virgen y estafa a las devotas tomando dinero por misas que nunca se dicen. Así le luce el pelo y está tan gordo..., con tanto honor.

La más leve emoción representaba la muerte para él...» Lubimoff no podía decir la verdad. Su secreto era de Alicia. Unicamente los dos sabían quién era aquel prisionero muerto en Alemania; y mientras ella callase, él debía hacer lo mismo. Una noche, el coronel le dió una noticia interesante. Al caer de la tarde, cuando regresaba del Casino, había visto desde el tranvía á la duquesa de Delille.

Postrado en el suelo, en un rincón del cuarto, rodeado siempre por la más completa obscuridad, pudo oír que un carruaje acababa de detenerse bajo de los balcones, y al rato, que se abría y cerraba con gran cuidado la puerta de calle: sintió en seguida pasos en la gran escalera: quiso llamar para apurar a los que venían, pero la palabra se ahogó en su garganta y tuvo que esperar: oyó los pasos en el vestíbulo y unos segundos después el ruido de una llave en la cerradura de la puerta de la habitación en que se hallaba: la puerta se abrió y dio paso a alguien: el frou-frou de la seda le indicó que era Blanca que regresaba.

Dormía hasta bien entrada la tarde, y casi a la hora en que regresaba a los Cuatro Caminos el rebaño de trabajadores, volvía él a Madrid a emprender su vida dura de pájaro indefenso, falto de pico y de garras, que revolotea en un bosque de hojas impresas, sin más alimento que las escasas migajas olvidadas por otros.