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Cuando se irguió, le conocí, a pesar de hacer seis meses que no le veía: era el concurrente a las antesalas del Ministerio del Interior, el visitante del mayordomo, don Tomás Regnier, aquel hombre cuya miseria tanto me había llamado la atención en mis horas de guardia, frente a la puerta de la sala de espera y cuya silueta he presentado al comenzar estas Memorias. ¡Hola amigo!, ¿qué hace?

El sargento Gómez y Regnier mi maestro inolvidable más tarde, en los días en que ya la fortuna comenzó a sonreírme y que me sirvió de guía para penetrar en el bajó mundo social de Buenos Aires, cuyos misterios haré desfilar ante la vista de mis lectores en cursó de estas Memorias me fueron enseñando poco a poco a distinguir los caracteres de las cosas que como en un caleidoscopio pasaban ante mi vista.

Y me contó con toda lentitud y en voz baja, su enfermedad y cómo cada tantos días tenía que ir a recluirse en el Hospicio de Dementes, donde lo asistían con mucho éxito, pues, momento a momento, se iba sintiendo en salud. ¡Pobre Regnier!

Fue aquí, en este servicio, donde por primera vez conocí a don Tomás Regnier, mi compañero desde pocos días después, y mi maestro siempre.

Regnier de Maligny, en su «Manual del comediante», dice que éstos necesitan conocer los tipos reales y estudiar principalmente: «En «el campo», la voz, los ademanes, sencillos y francos, de los campesinos. En «las iglesias», á los verdaderos y á los falsos devotos. En «las audiencias», á los abogados, á los fiscales y á los jueces.