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Avanzaba con mano negligente una columna de doce fichas rectangulares rematada por otra oval: doce mil quinientos francos, la cantidad máxima que puede arriesgarse al «treinta y cuarenta». El público, con la idolatría que inspiran los vencedores, se interesaba por la duquesa, como si cada uno esperase participar de sus ganancias. Todos presentían su triunfo.

Avanzando su cuello entre los hombros de dos curiosos, vió á Alicia sentada á la mesa, con aspecto pensativo. Todas las miradas convergían sobre ella. Ante sus manos se amontonaban varios fajos de billetes y muchas fichas formando pilastras: fichas ovaladas de quinientos francos y rectangulares de á mil, llamadas «jaboncillos» en el lenguaje del Casino, á causa de su forma.

Todas las puertas esteriores eran por lo general rectangulares, formadas por arcos-dinteles inscritos en otros arcos ornamentales de herradura: sus dovelas blancas y de color alternadas: las blancas ricamente exornadas de follages relevados, de estuco; las de color de precioso mosáico de ladrillo rojo y amarillento cortado en menudas piececitas rectilíneas.

Ahora, la parda estepa, al salir de las brumas algodonosas del amanecer, palpitaba con nueva vida. Miles y miles de hombres estaban acampados en torno de la ciudad. Había nuevas poblaciones hechas de lona, calles rectangulares de tiendas, ciudades de barracas de madera, construcciones enormes como iglesias, cuyas paredes de lienzo temblaban bajo las ráfagas.

La componían cuarenta espaciosas cabañas rectangulares, con largos corredores provistos de barandas de bambú que las ponían en comunicación unas con otras. Los pilotes que sostenían aquellas construcciones estaban hincados en el fondo del río.

Manchas rectangulares de color más fuerte delataban en el empapelado el emplazamiento de los muebles y cuadros desaparecidos. ¡Con qué prontitud y buen método trabajaba aquel señor del brazal en la manga!... A la tristeza que le produjo el despojo frío y ordenado vino á unirse su indignación de hombre económico, viendo cortinas con desgarrones, alfombras manchadas, objetos rotos de porcelana y cristal, todos los vestigios de una ocupación ruda y sin escrúpulos.

Eran las velas rectangulares y trapezoidales, salvo el alunamiento, y se orientaban por medio de amuras, escotas y bolinas.

Allí, desde la mañana hasta la tarde, exceptuada una hora al medio día, se escuchaba continuamente el ruido múltiple y monótono formado por los mazos y las martillinas al chocar con las piezas de cantería: el sol lo iluminaba todo, lanzando acá y allá las sombras rectangulares e intensas de los tinglados de estera bajo que se resguardaban los peones, y a ratos de entre aquel rudo concierto que forman el hierro hiriendo, la piedra partiéndose y el eco resonando, se alzaba el canto bravío y triste de una copla medio ahogada por el zumbido del trabajo como un suspiro entre las penas de la vida.

Los ojos, habituados a la suavidad de los tabiques blancos del piso inferior, a su penumbra ligeramente azul, que le daba el aspecto de un paseo conventual, parpadeaban por exceso de luz en esta cubierta de arriba, donde vastos espacios quedaban a cielo libre, caldeándose las tablas bajo el fulgor solar. Algunos toldos extendían sombras rectangulares y negruzcas sobre el suelo amarillento.

Algunas formas rectangulares iban apareciendo, aquí y allá, como suspendidas en la atmósfera. Los techos insinuaban su confusión en tonos lechosos, más o menos intensos. El canónigo sentía nacer y flotar una confianza nueva, una bondad respirable, una media luz gozosa y virginal, que él asemejaba a la claridad que la eucaristía difunde en el alma.