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La postrera de todas trae las miradas impregnadas de amor, la boca prometedora de besos, pero al mismo tiempo sus labios murmuran una palabra: «Imposible». Es Cristeta. Don Juan, reconociéndola, suplica, implora, ruega, grita, procura detenerla, y nuevamente el fantasma se disipa, dejándole en las manos la sensación de un sudor frío y pegajoso. <tb>

¡Ah! perdone usted la dije, me he equivocado... buscaba... dispénseme usted... a los pies de usted. ¡Buscaba usted a Amparo! me dijo. ... en efecto, una joven... Que encontró usted hace seis años a media noche en la calle... Y los ojos de la joven se llenaron de lágrimas... ¡Amparo! exclamé, reconociéndola al fin.

Esto, después de aquel famoso fallo del Real Consejo de Hacienda eximiendo del pago de la alcabala a la pintura y reconociéndola como arte liberal, cuando en las cuentas del Bureo continuamente se hablaba de pagos y atrasos cobrados por Velázquez como pintor del Rey, es de lo más tristemente cómico que puede imaginarse y de lo que mejor pinta la necia vanidad de entonces.

Beatriz se quedó por un momento mirando a quien así la acariciaba. Reconociéndola al fin, dijo: «¡Rosita!», y le pagó sus besos con otros. Tal vez el curioso y paciente lector que conozca y recuerde la historia del doctor Faustino haya caído ya en quién era Rosita. Rosita parecía inmortal, según se conservaba. Lejos de perder con la edad, podíase asegurar que había ganado.