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O el joven no le reconocía, o no quería decirle que le reconocía. Bueno. ¿Cuáles son las pruebas que quiere usted comunicarme? No solamente Vérod no estaba ya seguro de mismo, como al principio, sino que de acusador parecía haberse convertido de improviso en acusado, tan grande fue su confusión al oír la pregunta que el juez le hacía.

Pensaba en Juan Portela, en el guapo Francisco Esteban, en todos aquellos esforzados paladines cuyas hazañas, relatadas en romances, había escuchado siempre con entusiasmo, y se reconocía con tanto redaño como ellos para afrontar el último trance. Pero algunas noches saltaba del petate como disparado por oculto muelle, haciendo sonar su cadena con triste repiqueteo.

Cuando se estaban tomando todas las disposiciones para verificarlo, llegó al campamento el corregidor Orellana, acompañado de muchos oficiales, y llenos de gozo refirieron, que los rebeldes habian desamparado aquella noche su situacion, y que segun se reconocia, se habian dividido en varios trozos, siguiendo cada uno distinta direccion.

Se habían retirado unas parejas, había sido sustituido en otras el bailarín varias veces, y el Ferrer continuaba su danza violenta, siempre sombrío y desdeñoso, como si fuese insensible al cansancio. El mismo Jaime reconocía con cierta envidia el vigor del temible herrero. ¡Qué animal!...

Cristeta no era hipócrita ni desdeñosa del amor, ni de las que, por lo ariscas, hacen antipática la virtud; pero instintivamente consideraba su hermosura como complemento de su corazón: quien no poseyese éste, no disfrutaría de aquélla. Se reconocía hermosa, y no concebía que pudiera tasarse su belleza.

La arrogante walkiria, al pasear por el mundo su guerrero manto, había barrido entre aplausos y vítores aquellos ricos testimonios de adoración. Rafael sentía orgullo por ser su amigo; y al mismo tiempo reconocía su pequeñez; se asustaba de su atrevimiento amoroso, exagerando en su imaginación la diferencia que les separaba.

No parecía sino que se reconocía culpable a medias de los efectos que en había hecho nacer y que una especie de deber heroico le aconsejaba sufrirlos, le recomendaba, sobre todo, procurar la curación de ellos.

Todo el mundo le reconocía como insuperable descriptor de costumbres populares, como maestro en el diálogo, como dechado en el idilio rústico. De todas sus novelas podían citarse admirables páginas aisladas; algunos dudaban que hubiese encontrado la novela perfecta.

Pero ella no quiso reconocer que se había engañado, o lo reconocía únicamente en su interior, y, pensando que los engaños se pagan, que hay que sufrir las consecuencias del error, aceptó el martirio. ¿Podría usted precisar en qué consistió ese mal trato? ¿Quién podría referirlo punto por punto? Todos sus actos, todas sus palabras envolvían una ofensa, un agravio.

La agitación comenzaba a disminuir. A medida que el cielo se aclaraba, la gente se reconocía. ¡Toma! ¡El primo Daniel, de Soldatenthal! ¿También has venido? ¡Es claro! Ya lo ves, Enrique, y mi mujer también. ¿Cómo? ¿La prima Nanette? ¿Y dónde está? Allá abajo, cerca de la encina grande, junto al fuego del tío Hars. Dábanse la mano unos a otros.