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El joven cumplía su promesa: no halló rastro de él por ninguna parte. Mas sin saber por qué causa, la imagen de éste flotaba siempre delante de sus ojos; con frecuencia acudía a su mente. ¿Era por aversión? ¿por resentimiento? Clementina no podía de buena fe afirmarlo.

Su industria, poco mas ó ménos igual á la de los Moxos, aun no ha llegado al mismo grado de adelanto, á escepcion solamente de los tegidos. Rastro ninguno queda ya hoy en dia de su religion primitiva; no obstante, suelen manifestar de vez en cuando que no han olvidado todas las supersticiones de que estaban imbuidos ántes de su conversion. Su idioma nacional no ha cambiado.

Tenía ésta dos hermanos, antiguos traperos de Bellasvistas, que habían acabado por establecerse en el Rastro. Uno colocaba su puesto en la Ribera de Curtidores, dedicándose a la especialidad de armas y viejos instrumentos de música, que arreglaba con maestría extraordinaria. Otro era el grande hombre de la familia; todos hablaban de él con respeto, a causa de su riqueza.

Los cestones de los vendedores ambulantes ocupaban el arroyo; las tiendas se apoderaban con sus puestos exteriores de las estrechas aceras. Al llegar a la plazuela del Rastro, la joven descansó un instante apoyada en la verja del monumento al soldado de Cascorro.

Si no hay mas que una sensacion, no habrá mas que una atencion; pero si las sensaciones se suceden con variedad dejando rastro en la memoria de la estatua, cuando se presente una nueva sensacion, la atencion se dividirá entre la actual y la pasada. La atencion dirigida simultáneamente á dos sensaciones, es la comparacion.

Feliciana acogió con agrado esta prudente resolución, y envolvió en su pañuelo la pequeña fortuna, apretándola entre ambas manos con un mohín de mujer hacendosa dispuesta a defender el dinero. Después avanzaron los dos cuesta abajo, en el infernal estrépito del Rastro.

Cierto que no le cogeré; porque habrá saltado por el balcón; pero no me negarán que entró... Le he visto yo, le he visto pasar por delante de la botica... En la escalera ha dejado su huella, su rastro, rastro y huella, señores, que no se pueden confundir con nada... pero con nada. ¡Pues estamos divertidas! dijo doña Lupe a Fortunata, que daba suspiros mirando a su marido con lástima intensísima.

La oreja sonrosada, cuyo lóbulo mordía dulcemente al mismo tiempo que murmuraba palabras dulces; su cabecita, que en las noches de invierno se refugiaba en su hombro con el mismo ademán tímido del pájaro que oculta el pico bajo el ala; sus piernas de diosa, que pretendía ocultar ruborosamente cuando él la probaba aquellas medias adquiridas en el Rastro; su vientre antes de la deformación materna, con el gracioso hoyuelo umbilical, que parecía gesticular cuando se conmovía con la agitación de la risa; la doble copa de alabastro de sus pechos, aquellas dos magnolias de amor... todo había sido despedazado bajo el acero, sin piedad, sin misericordia.

De todo lo cual apenas quedaban vestigios: las armas de la casa, trazadas con mirto en el suelo, eran ahora intrincado matorral de bojes, donde ni la vista más lince distinguiría rastro de los lobos, pinos, torres almenadas, roeles y otros emblemas que campeaban en el preclaro blasón de los Ulloas; y, sin embargo, persistía en la confusa masa no qué aire de cosa plantada adrede y con arte.

En Baden-Baden halló el rastro de su amiga Sagrario, que andaba recorriendo el mundo en su viaje de novia. Había dejado allí fama de hermosa, de elegante, y, sobre todo, de desenvuelta. Se hablaba mucho, muchísimo, de sus hechicerías, entre los hombres, y de su «provocativo sans façon», entre las mujeres.