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Ellas, huesudas y distinguidas, con amplios escotes y largas colas, lanzaban un «¡ohde asombro cada vez que el croupier se llevaba con la raqueta las fuertes puestas, mientras ellos sacaban del bolsillo interior del smoking nuevos puñados de billetes, saludando su derrota con metálicas risas. Spadoni perdió en un golpe veinte mil francos.

Unos cuantos billetes de mil empujados por la raqueta de un croupier quedaron ante el príncipe, que permaneció impasible, guardando su gesto duro y autoritario. Lo sabía; estaba seguro de no equivocarse. Otra vez el 13. La gente hizo gestos de asombro. ¡Qué locura apuntar dos veces al mismo número!

Algunas veces le oía llamar a nuestros gobernantes, jugadores de raqueta, comparando las leyes que las dos cámaras se envían diariamente una a otra, a volantes que los franceses, boquiabiertos, miran pasar con ojos plácidos, hasta el momento en que caen sobre sus respetables narices y se las aplastan. De donde saqué yo, para mi gobierno, algunas deducciones que referiré a su tiempo.

Vuelvo la cabeza y veo a un viejecito que empuja las fichas con una raqueta temblorosa. Debe de sentirse próximo a la muerte, y por eso no juega a encarnado. Acaso ganara; pero por unos cuantos duros no va a dejar a última hora su camino de siempre. ¡Qué hermoso ejemplo de consecuencia para los políticos! Yo lo someto a la consideración de un distinguido diputado, el cual se echa a reír. Ya ves.

Huberto Martholl caminaba pensativo al lado de María Teresa, a quien había despojado de su raqueta y de su abrigo. Al llegar a la playa quedaron deslumbrados por un fulgor dorado. El sol se sumergía en las aguas como triunfador, en una decoración de púrpura y oro. María Teresa se sentó sobre una piedra. Era su hora favorita.