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Esto me anima, sin recelo de pasar por inventor de inverosímiles tramoyas, a hablar aquí del maestro Raimundico.

Se cuenta que el maestro Raimundico era escéptico por naturaleza; dudaba mucho de todo y apenas se decidía a formar juicios, sin examinar antes detenidamente las cosas y enterarse bien de ellas. Sobre su hijo hacía tiempo que tenía su juicio en suspenso, sin decidir si el chico era discreto o tonto. Tratar de ponerlo en claro era uno de los propósitos que tuvo al llamarle al lugar.

El maestro Raimundico había leído no pocos periódicos y algunos libros, iniciándose en varias ciencias morales y políticas, y sobre todo en una novísima, que las comprende casi todas, y que se llama Sociología. Mas no por eso presumía de orador, de sabio o de hombre de consejos. Su orgullo se cifraba en ser hombre de acción y completamente práctico.

Currito tiene buena voz y mejor estilo y cantará las coplas. No fue menester decir más. El organista tocó un fandango estrepitoso. Doña Marcela y Rosita bailaron con gracia y primor, repiqueteando las castañuelas. El maestro Raimundico, la tía Pepa y doña Ramona batieron palmas. Fue tal el estruendo que armaron que no parecía que hubiese allí siete sino setecientas personas.

La puerta falsa, que daba ingreso a estas dependencias agrícolas, pudiera decirse que estaba extramuros del pueblo, si el pueblo tuviera muros, mientras que la puerta principal, según queda dicho estaba en el centro. El maestro Raimundico nunca había querido comprometerse ni mezclarse en política; pero de súbito acababa de cambiar.

Tres doncellas, de la servidumbre del maestro Raimundico, las tres muy aseadas y graciosas, sirvieron luego la cena en el comedor contiguo. En Villalegre se vive aún a la antigua usanza. Todos los vecinos acomodados comían la sopa y el puchero a las dos de la tarde.

El maestro Raimundico, por consiguiente, como era o había sido zapatero y como nunca había sido humilde, se estimaba en mucho más que Séneca, sobre todo en lo tocante a utilidad y arte de la vida. Despreciaba o aparentaba despreciar la oratoria; pero, sin darse cuenta de ello, y dejándose arrebatar de sus convicciones, echaba amenudo discursos, si bien, más que floridos, enérgicos y breves.

De todos modos, corregido ya el maestro Raimundico, morigerado por la ancianidad, reverdeciendo en su corazón el amor paternal sobre los restos de otros ya muertos y menos santos amores, y tal vez proyectando que el muchacho, que había cumplido veinticinco años, ganase popularidad y simpatías en el distrito, para que fuese elegido diputado, le mandó llamar con términos harto imperativos y hasta dejando de enviarle dinero, que era el medio más eficaz de que podía valerse.

Por último, como apéndice y complemento de festín tan opíparo, chocolate con hojaldres, mostachones y bizcotelas. El festín fue todavía más regocijado y alegre que suculento, prolongándose hasta las dos de la madrugada. Como despedida, quiso el maestro Raimundico poner el sello y dar la conveniente firmeza a lo que allí se había concertado.

El maestro Raimundico sabía vivir y vivía con todo el boato y la pompa que conviene a un señor lugareño.