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Hasta entonces D. Joaquín, según Rafaela le hizo notar y comprender, no había creado riqueza alguna: no había hecho más que dislocar la de los otros, absorbiéndola y acumulándola por medios ingeniosos, más o menos de acuerdo con la moral, pero que no infringían el menor precepto de los códigos. En esto se empeñó y consiguió Rafaela que D. Joaquín cambiase de método y conducta.

Seriamente no es lícito afirmar que Rafaela se enamorase de D. Joaquín; pero puede, y debe afirmarse, que le cobró grande amistad y le estimó en mucho, considerándole casi un genio para todo aquello que a la crematística se refiere. Y como se lo decía, dándole encarecidas alabanzas, le adulaba, le enamoraba y le animaba a la vez, todo sin el menor artificio.

Y sólo el mal ejemplo, las perversas compañías y hasta la propia docilidad con que cedía él y dejaba que le guiasen habían sido causa de sus travesuras y derroches pasados. Para Rafaela, hecha ya esta conversión, se desvaneció por desgracia casi todo el atractivo de Arturito. Empezó a hallarle poco ameno, y después soso, y por último llegó a encontrarle empalagosísimo a causa de su dulzura.

Tan bien le sentaba el embarazo que en aquel momento sentía que doña Rafaela le dio una palmadita en el hombro, lisonjeada hasta un punto indecible. Eso no vale la pena, querido. Para es un gusto el hacerle cualquier pequeño favor como éste. Lo , señora, lo exclamó con voz melodiosa el joven . Pero me siento turbado, porque desde que murió mi santa madre no hallé en nadie tanta dulzura.

Rafaela era poco campestre. Rara vez iba a la chácara. Y como D. Joaquín iba a menudo y pasaba en ella tres o cuatro días seguidos y en ocasiones hasta una semana, el vulgo malicioso murmuraba que, durante estas ausencias, Rafaela usaba y hasta abusaba de la libertad en que la dejaba su marido.

«Señora dijo, encantando a Jacinta con su metal de voz argentino y su pronunciación celestial . Yo no me pinté la cara el otro día...». ¡ no...!, ya lo sabía. Eres muy aseada. No, no me pinté repitió acentuando tan fuertemente el no con la cabeza, que parecía que se le rompía el pescuezo . Esos puercachones me querían pintar, pero no me dejé. Jacinta y Rafaela estaban embelesadas.

Informó, además, a su amo de que Rafaela, la criada de ambas Juanas, a quien él conocía, era muy callada, muy lista y muy experimentada, porque frisaba ya en los cincuenta años y la había corrido en su mocedad, y si bien la Fortuna siempre le había sido adversa, ella sabía dónde le apretaba el zapato.

A regañadientes aguantó Rafaela este capricho de su esposo, pero no pudo resistir a la tentación de reírse un poco de él. Y para ello aseguraba que, según el antiquísimo romance, que escribió Güesto Ansures, las doncellas que iban cautivas eran seis, y cinco nada más las hojas de higuera del escudo.

Baste saber que, durante veinte años, sobre pocos más o menos, pues no creo que importe mucho una gran exactitud cronológica, el Vizconde no volvió a ver en parte alguna a Rafaela, y ésta, si bien siguió presente en su memoria, fue como imagen aérea y algo confusa, velada como entre nubes de vagos recuerdos y de agradables antiguas emociones.

Esta, para que Rafaela no viese que entraba en su casa acompañada de otra persona, abrió la puerta con la llave que tenía en el bolsillo. Las dos mujeres, calladas y de puntillas, subieron a la sala alta. Faltaban ya pocos minutos para dar las ocho.