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El alcalde con los vecinos más notables predicaban paz a los mocetones de las dos familias enemigas, y allá iba el cura, un vejete de Dios, de una casa a otra recomendando el olvido de las ofensas. Treinta años que los odios de los Rabosas y Casporras traían alborotado a Campanar.
Cansados de esta vigilancia que degeneraba en persecución y se interponía entre ellos como infranqueable obstáculo, Casporras y Rabosas acabaron por no buscarse, y hasta se huían cuando la casualidad les ponía frente a frente. Tal fue su deseo de aislarse y no verse, que les pareció baja la pared que separaba sus corrales.
Palabra del Dia
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