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Mas como el interés no tiene freno, ni gobierno, ni leyes con que regularse, algunos que tenían una insaciable codicia de enriquecer, empezaron á cargar de modo á los nuevos súbditos, que eran insufribles á su pobreza; y no satisfechos con eso, les quitaban los hijos á las madres para servirse de ellos; por lo cual, amotinándose algunos indios, se rescataron y libraron de aquellos maltratamientos, con muerte de sus señores; y de allí á poco fué común el motín en todos los indios, hasta que por orden del virrey del Perú, D. Francisco de Toledo, se mudaron á otra parte los españoles, fabricando la ciudad de San Lorenzo, cabeza de la provincia de Santa Cruz, cincuenta leguas más al Occidente.

Ellos no leían y eran felices. ¿Por qué no habían de hacer lo mismo aquellos tontos del campo, que por las noches quitaban horas a su sueño formando corro en torno del camarada que les leía diarios y folletos?

Tiraban al florete, y entonces los ojos del guerrillero se animaban; seguía con atención los movimientos de los fingidos duelistas y aun arrojaba alguna palabra picante o algún comentario de maestro entre los rechinantes aceros. Pero de repente decía «basta» y los dos atletas soltaban el florete y se quitaban la máscara, sacando a luz el rostro sudoroso.

La luna nueva se puso temprano, bajando al horizonte como una hoz, rodeada de aureola blanquecina que anunciaba más calor para el día siguiente. Las recogidas formaban diferentes grupos sentadas en el suelo y en la escalera de madera que comunica el corredor principal con la huerta, y se quitaban las tocas para disminuir el calor de la piel. Algunas miraban el motor de viento que seguía inmóvil.

Ajustadas las cosas en esta forma, se pusieron en camino, y tuvieron no poco qué hacer, primero con un bosque espesísimo en que gastaron algunos días para abrirle, después con la hambre, no hallando con qué sustentarse, sino una fruta silvestre que sola la carestía de otro manjar hacía dulce y sabrosa; conocióse entonces la ternura de afecto y la reverencia que tenían los gentiles al P. Lucas, porque viéndole descaecido, y que por la suma flaqueza apenas se podía tener en pie, le buscaban á costa de gran trabajo, algún poco de miel, y se quitaban la comida de la boca para tener con qué mantenerle sus fuerzas.

Carlota no se cansaba de preguntarle todos los pormenores de su existencia en aquellas veinticuatro horas. Mario no tenía tiempo para darle completas explicaciones. Se quitaban la palabra de la boca, se perdían en divagaciones insustanciales, gozando el placer de hallarse juntos, como si no se hubiesen visto en largo tiempo.

Los que con más gracia se burlaban de las rarezas de don Pedro eran los que con mayor sumisión y rendimiento le quitaban el sombrero así que le veían de media legua. Había vivido en la corte algún tiempo durante sus años juveniles, pero no echó raíces en ella.

Hasta hace cien años, los hombres vivían como esclavos de los reyes, que no los dejaban pensar, y les quitaban mucho de lo que ganaban en sus oficios, para pagar tropas con que pelear con otros reyes, y vivir en palacios de mármol y de oro, con criados vestidos de seda, y señoras y caballeros de pluma blanca, mientras los caballeros de veras, los que trabajaban en el campo y en la ciudad, no podían vestirse más que de pana, ni ponerle pluma al sombrero: y si decían que no era justo que los holgazanes viviesen de lo que ganaban los trabajadores, si decían que un país entero no debía quedarse sin pan para que un hombre solo y sus amigos tuvieran coches, y ropas de tisú y encaje, y cenas con quince vinos, el rey los mandaba apalear, o los encerraba vivos en la prisión de la Bastilla, hasta que se morían, locos y mudos: y a uno le puso una mascara de hierro, y lo tuvo preso toda la vida, sin levantarle nunca la máscara.

Ni nadie la consideraba de otro modo: si algún granuja de la calle le recordó que formaba parte de la mitad más bella del género humano, hízolo medio a cachetes, y ella rechazó a puñadas, cuando no a coces y mordiscos, el bárbaro requiebro. Cosas todas que no le quitaban el sueño ni el apetito.

No ya el dinero, sino la propia sangre se le podía dar con entera confianza. Micaela y Tónica, al estar en la calle, lanzaron un suspiro de satisfacción. ¡Dios mío! ¡Qué peso se quitaban de encima!