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Adiós; escribiré a usted otro día más en detalle mis impresiones sobre la gente que rodea a mi padre. Hasta este momento las mujeres me gustan menos que los hombres... Quiero decir que me desorientan más, porque son realmente de otra especie que las mujeres de Quimper, al menos que las que conocí en casa de mi pobre tía.

Recalde, que forcejeaba para abrir la escotilla de popa, llegó a conseguirlo y desapareció por ella. ¿Se puede andar por ahí? le preguntamos. , hay agua; pero se puede andar. Bajamos los tres y registramos el camarote principal, la despensa y la bodega, anegados. No encontramos nada; solamente Zelayeta halló un devocionario en francés, impreso en Quimper, que se lo guardó.

Siento que no goce usted de esta hermosa noche. El tiempo me ha resultado agradable de este modo. ¿Ha dormido usted también? No... He estado repasando mis recuerdos. Me acordaba de nuestro viaje; cuando la traje a usted de Quimper a París.

Mi madre se quedó viuda y se volvió a casar con un antiguo emigrado, el señor de Boivic, que se la llevó a Quimper, donde sus ideas se modificaron poco a poco, pero yo no era ya bastante joven para modificarme a su imagen, y vivía, además, lejos de ella. A ella, pues, y, después, a la señorita de Boivic, debes la educación que has recibido. Mi padre se había vuelto hacia y se sonreía.

Yo no puedo separar de él la mirada, tanto me interesa y me encanta. Tiene algunos amigos bastante agradables. Primero, don Máximo de Cosmes, al que vio usted en Quimper y que es el favorito de mi padre. Hay otro también que me gusta bastante, porque defiende generalmente ideas que se aproximan a las mías.

Llegué a Quimper anteayer, a la caída de la tarde, y después de haberme hecho llevar al mejor hotel de la ciudad, lo que no quiere decir que sea bueno, me he dirigido a la casa de la señorita de Boivic, un edificio situado en las cercanías de la Catedral y de aspecto austero y triste, que hace menos sorprendente el encontrar en ella muertos que vivos, una criada en traje rústico y cofia bretona me introdujo en un vasto salón herméticamente cerrado y débilmente alumbrado.

Reflexionó un instante y dijo: Apenas quince años. Su madre ha muerto. Es una triste historia, mi querido amigo... La pobre mujer estaba ya muy enferma cuando me casé con ella en Quimper... ¡Ha sido usted casado! exclamé en el colmo del asombro.

Mientras paseaba hace poco este caso de conciencia bajo las bóvedas de la gran Catedral de Amberes, al caer la tarde, me parecía ver a Elena tal como se me apareció en Quimper, en un rayo de luna, como una criatura fantástica, como un ser de pura espiritualidad. Cuando estoy lejos de ella, así es como la veo y así habrá atravesado mi vida.

No puedo, sin embargo, dejarla ir sola, bajo la presidencia de una criada... Esto es lo que espero de usted, amigo mío; va usted a hacer la maleta y a tomar esta noche el tren para Quimper. ¡Diablo! dije un poco contrariado.

Lo cuidaré si quiere... y le querré si me lo permite... Creo que posee un alma ardiente y tierna. Al preguntarle qué sentía más dejar en Quimper, me respondió: ¡Todo! ¡Todo! Y rompió a llorar con la cara entre las manos. No hay una piedra de este país, ni una flor, ni una mata, ni una cara a que no esté unido mi corazón. Y siguió sollozando mucho tiempo.