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D. Gabriel, estas estampas de Dafne y Apolo, de Júpiter y Europa son indecorosas, y hemos encargado a Sevilla una colección de santos para sustituirlas. Pero ¿qué has dicho de lord Gray? prosiguió quedamente . ¿Que le amo yo? ¡Oh, ese hombre me traerá alguna desgracia! No repara en nada. ¡Qué loca he sido! ¡Me encuentro comprometida! Gabriel, te suplico que olvides lo que te haya dicho lord Gray.

Algo de esto me parece que indicó a mi amo, hablándole quedamente al oído, y D. Alonso debió de darle una lección de caballerosidad, porque le decir: «Somos prisioneros, Marcial; somos prisioneros». Lo peor del caso es que no divisábamos ningún barco. El Pince se había apartado de donde estaba; ninguna luz nos indicaba la presencia de un buque enemigo.

Le vigilaba, y todos los días poco antes del amanecer, escuchaba cómo abría suavemente la puerta de la calle y subía las escaleras quedamente, tal vez descalzo. La austera señora callaba amontonando en silencio su indignación, lamentándose ante don Andrés de aquel retoñamiento de locura que trastornaba sus planes.

No podría usted dormir excitado por ese ambiente, y ha venido a tentar de nuevo la suerte con la misma esperanza que le guiaba otras veces. Hablaba sin su ironía habitual, quedamente, como si conversase con ella misma. Descansaba con abandono su busto en el respaldo del banco con un brazo cruzado tras la cabeza.

Cuando, después de las siete, terminó el concierto, las terrazas se despoblaron. Unicamente siguieron en los bancos algunas parejas, que retardaban el instante de la separación conversando quedamente en el silencio azul del crepúsculo. El príncipe pudo marchar de un extremo á otro del paseo más bajo, sin tener que sufrir el contacto de la muchedumbre.

Organizadas las partidas de juego y generalizada la conversación, procuraba siempre Amaury ocupar el asiento más próximo a Antoñita, y acontecía que en medio de la garrulería de los demás, ellos dos, conversando en voz baja parecían silenciosos; tan quedamente departían.

La luna reflejaba su cara bonachona en el cristal azul del agua que transcurría silenciosa. Los dos huyeron de la luz. Querían descansar; sentíanse sin fuerzas para seguir adelante, y se detuvieron junto a un desmonte, ocultándose en la sombra que proyectaba la masa de tierra. Sonaron en la penumbra suaves chasquidos, apagadas voces de protesta. Feli hablaba quedamente, con llorosa voz.

Y al ver que se acercaban entre sombras, les preguntó: ¿Sois vosotros? ; nosotros somos. ¿No tenéis nada? No. La voz del cazador, que era sorda al principio, ahora temblaba, y quedamente añadió: ¡Nos hallamos otra vez los tres reunidos! Y el cazador, del que no podía decirse que era nada cariñoso, besó a sus hijos con frenesí, lo cual sorprendió a éstos sobremanera.

Esto, aunque dicho muy quedamente, fue oído de Izquierdo, que rompiendo a reír, soltó esta andanada: «¡Pues no dice este judío Dio que hoy mata él!... ¿En qué plaza, camaraíta?».

Miró entonces por la ventana y vio a una mujer sentada al piano. Llegó a sus oídos al mismo tiempo una música en sordina y el susurro de un canto a media voz. Es de Tristán murmuró quedamente Ojeda en su oído . El lamento desesperado de Iseo. Los dos permanecieron en silencio a ambos lados de la ventana, escuchando el canto que venía del interior con lejanías de ensueño.