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Levantóse Amaranta rápidamente, y en su semblante observé señales de repentina cólera. Mandándome callar, después de decirme que era un desvergonzado y un truhán, agitó con inquieta mano una campanilla. ¡Altos cielos, por qué no os hundisteis sobre ! Entró un criado, y Amaranta le mandó que me pusiera al instante en la puerta de la calle.

Animado con esta reflexión, cogí la pluma y ya iba a escribir nada menos que un elogio de todo lo que veo a mi alrededor, el cual pensaba rematar con cierto discurso encomiástico acerca de lo adelantado que está el arte de la declamación en el país, para contentar a todo el que se me pusiera por delante, que esto es lo que conviene en estos tiempos tan valentones que corren, pero tropecé con el inconveniente de que los hombres sensatos habían de sospechar que dicho elogio era burla, y esta reflexión era más pesada que la anterior.

Si alguien pusiera en duda esta verdad, oígale á él. ¡Callad, haraganes, callad! No hacéis migaja de labor. Toda la fuerza se os marcha por la boca y no valéis la comida que os dan. Los gritos quedan para las lumbradas y los hígados para el trabajo. ¡Puño! si no fuese por , no concluíais de pisar el fruto en ocho días.

Que no le viniera con dianas, que ella se sabía bien que a las tantas no se vuelve de la iglesia, y no pusiera en el duro trance a su padre de quitarle la llave de la puerta de calle que, por mal de sus pecados, había conseguido ella se le diera antes de cumplir los catorce años.

El cuerpo se iba pareciendo al de una vaca que se pusiera en dos pies. En cuanto vio venir a su sobrina, cogió de encima de la mesilla una llave enorme, que parecía la llave de un castillo, y alargándosela le dijo que subiera a la casa si quería. Las otras dos tiorras miraron a la joven con descarada curiosidad. A una de ellas la conocía Fortunata, a la otra no.

Que seamos casados o no lo seamos, ¿qué les importa a ustedes? dijo con violencia . Nos queremos; soportamos juntos nuestra miseria; somos compañeros de suerte, sin necesitar de compromisos y documentos. ¿Qué delito hay en esto? El hermano levantó los hombros con inmensa extrañosa, como escandalizado de que se pusiera en duda este pecado.

Lo malo estaba en que había escrito a ella suplicándole, para esa misma noche, la última entrevista en casa de Charito, contando con ir en seguida que Julio le pusiera al corriente de toda la verdad. Pero le tranquilizó la amarga evidencia de que Adriana no iría a casa de Charito.

Eso, , ¿y qué tiene de malo? ¿Por qué te enojas? Porque todo eso es mentira, niño; es puro papel pintado, como todo lo que manda hacer el doctor Trevexo. Pues estás equivocado; ese letrero no lo ha puesto el doctor Trevexo, sino mi tía Medea: ella lo escribió el otro día y yo le decir que era para que se pusiera en uno de los arcos de la plaza. ¡Ah, tigra!

El, por su parte, le profesaba una afición tan ardiente, tan exclusiva, que en ciertos momentos se convertía en verdadera fiebre. Cada vez que tenía que apartarse de sus faldas para ir al colegio le costaba lágrimas. Exigía que se pusiera al balcón para despedirle. Antes de doblar la esquina de la calle, se volvía más de veinte veces para enviarle besos con la mano.

Al dar las doce de la noche, doscientos o trescientos coches, que venían del baile o del teatro, fueron a depositar su carga en la plazoleta de Santo Tomás de Aquino. La novia descendió la gradería del brazo del doctor Le Bris. Se la encontró menos pálida de lo que se esperaba, pero es que había rogado a su madre que le pusiera un poco de colorete para representar aquella comedia.