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Eran como los barcos que encallaban en Formentera antes que el gobierno pusiera faros. Los formenterinos, gente sin ley y dejada de Dios por ser de una isla más pequeña , encendían hogueras para engañar a los navegantes; y cuando se perdía el barco para éstos, no se perdía para los isleños, pues sus despojos hacían ricos a muchos.

Víneme, pues, otra vez al mesón de la Cabeza del Rey don Pedro, y sin dejarlo de la mano, casa mandé buscar, y hallaron esta, y visítela y agradome y comprela, y reparada y alhajada que fue, a ella víneme, harto ajena de creer que duende en la casa había, y que por ello la Inquisición había de visitarme, y aparecérseme duende que me perturbara y me pusiera en ocasión en que yo hasta ahora no me he visto, ni pensado verme; y si no fuera por esta bendita medalla que me dejó el familiar que a verme vino, ni aun a pensar me atrevo en lo que de hubiera podido ser.

Camina pues la armada algunas leguas, Entregada á las ondas de Neptuno, Y engolfada en el golfo de las Yeguas, Sucede un vendaval tan importuno, Que si Dios no pusiera presto treguas, De todos no escap

Una nueva aventura muy desagradable, semejante a la del armario, vino a concluir con la paciencia de Miguel y a darle ánimos para exigir seriamente de la generala que pusiera a su doncella al corriente de lo que pasaba. Desde la aventura del armario, Miguel, siempre que la doncella venía, se ocultaba en la alcoba debajo de la cama.

Cuando tomaban la palabra quizá algún crítico escrupuloso pusiera reparos a la voz bronca un poco aguardentosa de la menor y a las frases libres y a los ademanes harto sueltos y descocados de la mayor.

Salió del café la Benina, gozosa, pensando que no había perdido el tiempo, pues si resultaban fantásticas las pieldras preciosas que en montones Mordejai pusiera ante su vista, positivas y de buena ley eran las cuatro perras, como cuatro soles, que había ganado vendiendo el inútil regalo del monomaníaco Trujillo.

D.ª Carolina quiso contarle lo que pasaba, pero los sollozos le impedían hablar: no articulaba más que frases incoherentes, de dolor unas y de indignación otras. Su mujer entonces le cogió por la muñeca, le arrastró hacia la sala y le puso al cabo de lo que ocurría. D. Pantaleón había dado como otras veces una retorta a Presentación para que la pusiera al fuego.

Toda Vetusta paseaba. Pero Frígilis no pudo conseguir que Ana pusiera el pie en la calle. Pero, hija mía, esto es un suicidio. Ya sabe usted lo que ha dicho Benítez, que es indispensable el ejercicio, que esos nervios no se callarán mientras no se los saque a tomar el aire, a ver el sol... vamos, Anita, por Dios, sea usted razonable... tenga usted caridad... consigo misma.

Era necesario que entrara el monstruo de naturaleza y se alzara con la monarquía cómica, que avasallara y pusiera debajo de su juridición a todos los farsantes, y llenara el mundo de comedias, en que relumbran los dones preciosísimos de su genio, para que quedara fundado el teatro español.

Y si él sólo se pusiera en ridículo, no me importaría nada...; pero me pone a , y esto no puedo tolerarlo... ¡No quiero tolerarlo!... ¿Qué se figuraría una persona desconocida que presenciara este lance?... ¡Se figuraría cualquier cosa mala, indecente!... ¿Es esto dar consideración a su señora? ¿Es hacer que se la respete?