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Ni puedo yo, á quien la letra escarlata ha hecho comprender el valor de la verdad, si bien haciéndola penetrar en el alma como con un hierro candente, no, ni puedo yo percibir la ventaja que él reporte de vivir por más tiempo esa vida de miseria y de horror, para rebajarme ante é implorarte compasión hacia tu víctima. No; haz con él lo que quieras.

EVARISTA. Desgraciadamente, Salvador, las frivolidades de la niña son tales, que aun queriéndola tanto, no puedo salir a su defensa. Pues oiga usted más, y entérese de que la malicia humana no tiene límites.

Claro está que si yo estuviese siempre reconcentrado en el Uno, no la amaría; pero, volviéndome, y no puedo menos de volverme, al mundo exterior, ¿qué hallaré en todo él que represente mejor al Bien y al Uno mismo? ¿Qué imagen, qué trasunto, qué destello de la belleza increada descubrirá el sabio que valga más que la mujer hermosa?

En cambio, no sólo puedes apaciguar tu sed en mi corriente, sino contar con mis servicios cuando el agua del cielo haya restablecido mis fuerzasEl pollito le respondió: «Puedo, pero no quiero. ¿Acaso tengo yo cara de criado de arroyos pobres y sucios?» «¡Ya te acordarás de cuando menos lo pienses!», murmuró con voz debilitada el arroyo.

Y el gigante comía y comía, y Meñique no se quedaba atrás, sólo que no echaba en la boca las coles, y las zanahorias, y los nabos, y los pedazos del buey, sino en el gran saco de cuero. ¡Uf! ¡ya no puedo comer más! dijo el gigante; tengo que sacarme un botón del chaleco. Pues mírame a , gigante infeliz dijo Meñique, y se echó una col entera en el saco.

No, lo que es por ya puede cantar hasta que reviente... Pero observo, niña, que te has vuelto muy moralista de algún tiempo a esta parte. ¿Tratas de hacerle competencia al cura de la parroquia? Lo que trato es de que no seas murmurador. Si me quieres tanto como dices, no debían ofenderte mis consejos. No me ofenden; todo lo contrario, los escucho siempre con gusto y los sigo... cuando puedo.

Puedo vivir feliz sin la admiración del vulgo y los elogios de la prensa; tanto más cuanto que de casi todos los países civilizados del globo recibo testimonios de simpatía que me alientan y me calman.

Por un lado, los años ¡76, Marianela! ; por otro, los disgustos, que nunca faltan. ¿Disgustos, usted, misia Melchora?... Disgustos, , hija mía, disgustos. Precisamente vengo a hablar con usted de un asunto que me trae profundamente disgustada. Y es más: vengo a pedirla que me ayude a resolver el problema. Si tiene solución y yo puedo, cuente usted conmigo, misia Melchora.

Como la cosa pasó bajo secreto de confesión, no me creo autorizado para poner en letras de imprenta el nombre del pecador, tronco de una muy respetable y acaudalada familia de la república vecina. Todo lo que puedo decirte, lector, es que el comején de la excomunión traía en constante angustia a nuestro hombre.

Así, pues, no puedo convencerme de que caminamos hacia la bienaventuranza, cuando veo que, no sólo estamos desesperados, sino que es tonto probadísimo, hombre ajeno a la filosofía, acéfalo o microcéfalo insipiente, el que no se desespera.