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Las estrellas a que nos hemos dirigido sólo nos han contestado una cosa: «Partieron sin dejar señas.» ¡, sin dejar señas! ¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás? MARCIO. , señores sabinos, es una respuesta bien extraña por parte de los astros.

Pero continúo con orgullo la exposición de lo que hemos hecho. ¿Recordáis, señores sabinos, en qué se hallaban ocupados nuestros sabios juristas mientras los astrólogos consultaban las estrellas? En estas condiciones, es difícil hablar. Estáis ahí como estatuas, sin decir esta boca es mía. ¡Bueno, recordad, os lo ruego! ¡Proserpinita querida! MARCIO. ¡Dejadnos en paz con vuestra Proserpina!

La firma no es legible; sobre ella hay una gran mancha, que proviene, sin duda, de las lágrimas derramadas sobre el papel por el autor arrepentido. Entre otras cosas, escribe que nuestras pobres mujeres tienen destrozado el corazón. ¡Proserpinita querida! MARCIO. ¡Pero escuchadme! ¡Me interrumpís a cada palabra con vuestros lamentos!

UNA VOZ TÍMIDA. ¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás? Por desgracia, esta institución arcaica no lo sabía aún, y nos dio... la antigua dirección de aquéllas. Y durante una semana entera la agencia estuvo dándonos, como si se burlase de nosotros, la misma antigua dirección.

Sólo nos toca ahora, una vez cumplido nuestro deber sagrado, volver la espalda y regresar a nuestra casa... UNA VOZ TÍMIDA. ¿Cómo? ¿Y mi Proserpinita? MARCIO. ¡Ah, ! Tenéis razón, compañero; me había expresado mal. Señores romanos, he aquí una lista detallada y exacta de nuestras mujeres; tened la bondad de entregárnoslas. Naturalmente, sois responsables, según la ley, de todo lo que...

Las mujeres no podemos amar sino a los hombres fuertes, audaces. ¿Crees que nos da gusto ser raptadas, robadas, reclamadas, perdidas, encontradas y vivir siempre así? UNA VOZ. ¡Proserpinita querida! PROSERPINA. ¿Cómo te va, amigo mío? Apenas me habitúo a un hombre, llega otro y me roba; apenas me aficiono al nuevo marido, se presenta el primero y se empeña en que me vaya con él. ¡No, Marcio!

EL GRUESO ROMANO. ¡Por la cabeza de Baco, he dormido como la primera noche después de la fundación de Roma! ¿Qué espantajos son ésos? ¡Silencio, son los maridos! EL GRUESO ROMANO. ¿De veras? ¡Dios mío, qué sed tengo! ¡Proserpinita mía, dame un poco de sidra! UNA VOZ TÍMIDA. ¡Proserpinita querida! ¿Dónde estás? EL GRUESO ROMANO. ¿Qué diablos quiere éste? ¡Llama también a mi mujer!

Me dan vergüenza las palabras que acaban de ser pronunciadas. Cuadrarían en boca de un bandido romano que roba las mujeres ajenas. Proserpinita... MARCIO. ¿Queréis no fastidiarnos más con vuestra Proserpina? Se trata aquí de una cuestión de principios... Veo, señores, que la espantosa pérdida ha eclipsado vuestra memoria, y voy a refrescar vuestros recuerdos.

UNA VOZ. ¡Proserpinita querida! MARCIO. ¡Calmaos, señores sabinos! ¡Dominaos! Voy a arreglarlo todo. Aquí hay un error jurídico. La desgraciada mujer no se da cuenta de que es víctima de estos innobles raptores. Vamos a probárselo. ¡Señores profesores, manos a la obra! El pánico se apodera de los romanos. ESCIPIÓN. ¡Confiesa, confiesa! Si no, va a comenzar de nuevo. ¡Dios nos libre!

VOCES ROMANAS. ¡A las armas, ciudadanos! ¡Defended a nuestras mujeres! ¡A las armas! Dejadme hablar a Marcio. UNA VOZ TÍMIDA. ¿Eres , Proserpinita querida? PROSERPINA. , soy yo, amigo mío. ¿Cómo te va?... Venid aquí, Marcio. No temáis nada. ¿Os habéis percatado de que ni Cleopatra, ni yo, ni ninguna de las demás mujeres, queremos irnos con vosotros? Creo que está bien claro. MARCIO. ¡Cómo!