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¡, es mucha Curra esa! dijo lastimeramente una señora vieja, avellanada, pringosa, que asomaba entre rasos y blondas, como en su papelillo calado un dulce de almíbar. Yo nunca creí que tuviera valor para presentarse aquí esta noche observó otra. ¡Bah!... A eso y mucho más llega su desvergüenza. ¿Su desvergüenza? preguntó Diógenes . ¿Y por qué? ¿Por qué?... Capaz serás de defenderla.

Así que echaba a un lado esta tarea metíase en la trastienda oscura, grasienta, pringosa, con un olor a hojaldre que derribaba, y sentándose a una mesa que correspondía en un todo al decorado del recinto, se ponía a jugar la copa de Jerez y los pasteles al dominó con su íntimo amigo D. Baltasar Reinoso, uno de los muchos propietarios de cuatro o cinco mil pesetas de renta que residían en Lancia.

Echaba de menos aquella epidermis pringosa que los verdaderos billetes tienen; ¿pero cómo obtener esto? Pareciole imposible, aunque sus manos estaban muy bien preparadas para el objeto.

Me puse en «facha». Castro Pérez se caló una gorra de terciopelo verde bordada de oro, a manera de fez, con una gran borla que colgaba hacia atrás y se balanceaba como un péndulo. Mi hombre se compuso las gafas, y con las manos atrás, ocultas bajo los faldones de la pringosa levita, principió a pasearse, mientras yo, con el papel delante y lista la pluma, me disponía a escribir.

En éstas y otras comenzó a darme en la nariz un olor muy agradable de fritangas, y con él entró en la sala un rapaz como de seis años, con la jeta muy pringosa y la ropilla estropeada; después otro de igual pelaje, pero de menos edad; enseguida otro menor que los dos; luego una muchachuela rubia, de ojos saltones, muy enjuta de canillas y larga de brazos; tras ella, otra rapaza morena, carrilluda, de ojos negros y gruesas pantorrillas, la cual traía de la mano a un chiquitín muy risueño que se tambaleaba al andar con sus patucas estevadas; y, por último, llegó el muchacho que con su descomedida diligencia había sido la causa de cuanto estaba sucediendo allí.

Pues con su melenita de cocas y su barba pringosa y retinta, el rostro de Frasquito Ponte era de los que llaman aniñados, por no qué expresión de ingenuidad y confianza que veríais en su nariz chica, y en sus ojos que fueron vivaces y ya eran mortecinos.

Se reconciliaron. El aceite juntó su pringosa suavidad con la acritud astringente del vino, y batidos y juntados sellaron el pacto, cuando los dedos gordezuelos de Nazaria vendaban aquella frente merecedora del yugo para tirar de un arado.