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El Abuna, al mismo tiempo, tenía que enviar un mensajero y parte del diezmo al Patriarca de Alejandría, de quien era sufragáneo. Se aprovechó, pues, aquella excelente ocasión, y con la lucida y bien custodiada caravana, se largó de Abisinia donna Olimpia, en compañía del Principito, de Teletusa y de sus dos fieles escuderos que nunca la abandonaron.

Imitando, o mejor diremos, prefigurando al héroe de una novela de Gabriel d'Anunnzio, aunque sin premeditación ni alevosía, sin sutilezas psicológicas y sin celos retrospectivos, sino en el arrebato y en la excitación del insomnio, agarró al Principito y lo arrojó al mar por la ventana del camarote.

Acosado el corsario por todas partes, pasó el Estrecho de Gibraltar para ponerse en cobro. En aquellos días de angustia, el corsario, como era natural, estaba muy rabioso y se sentía capaz de toda suerte de atrocidades. Infortunadamente, el Principito estaba muy empalagoso con los dolores y molestias de la dentición.

Con tales mejoras, con tan buenos consejos y con el ameno trato de donna Olimpia, el rey estaba cada día más prendado de ella. El nacimiento de un Principito puso el colmo a la ventura de amantes esposos. Pero el rey enfermó y creyó a pies juntillas que era llegada su última hora. No había que vacilar ni que retardarse.

Donna Olimpia proyectaba criar y educar a su Principito con el mayor esmero por monjes benedictinos, ya que todavía ni San Ignacio de Loyola, ni San José de Calasanz habían fundado escuelas; y luego que estuviese bien educado y crecido, enviarle a conquistar la Abisinia y a sacarla de la barbarie en que había caído. El corsario argelino había venido en mal hora a contrariar tan altos proyectos.