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Una intrusa jamás olvidada, la obsesionante compañera de un pacto adolescente, acude siempre a citas que no fueron para ella: Cordelia impalpable y silenciosa, estatua derribada en el jardín que heló y eternizó con labios de mármol perfecto, el primer beso. Es casi la tragedia de este libro.

Desde el primer momento se confesó autora y única responsable de la fuga: el excusador ninguna culpa había tenido en ella; sólo había cedido a acompañarla después de incesantes ruegos y valiéndose del ardid de los malos tratos en su casa.

El apoderado, a cada una de sus proezas, gritaba puesto de pie, increpando a invisibles enemigos ocultos en las masas del tendido: «¡A ver quién se atreve a decir algo!... ¡El primer hombre del mundo!...» El segundo toro que había de matar Gallardo lo llevó el Nacional, por orden suya, con hábiles capotazos, hasta el pie del palco donde estaba el traje azul y la mantilla blanca.

Pronunciando el aco ang bahala, emprende todos los actos de su vida; y murmurando el talagá nang Dios, arroja el primer puñado de tierra sobre los últimos restos de la que le dió el sér, ó sigue con estóico indiferentismo el féretro del fruto de sus amores, sin que jamás se le ocurra protestar ni con la lengua ni con los ademanes de su profunda y filosófica frase.

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Llegaba a las nueve de la noche indefectiblemente, tomaba Le Figaro, después The Times, que colocaba encima, se ponía las gafas de oro y arrullado por cierto silbido tenue de los mecheros del gas, se quedaba dulcemente dormido sobre el primer periódico del mundo. Era un derecho que nadie le disputaba. Poco después de morir este señor, de apoplejía, sobre The Times, se averiguó que no sabía inglés.

Las mujeres con el alma soñolienta, sin iniciativas, sin voluntad, y que apenas sabían leer y escribir, resultaban el tipo perfecto de la dama honesta. Indudablemente serían así las que vió á través de los ventanales del palacio imperial el primer Hombre-Montaña que vino á nuestro país.