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Así que asoma el señor Colignon en el jardín, los viejos, desparramados de un lado y otro, acuden a él, con paso vacilante y premioso, como entre sueños, cuando los movimientos están entorpecidos por rémoras pesadas e invisibles. Uno, señaladamente, se rezaga. Viene con paso majestuoso y talante indiferente, decidido a no mostrar vulgar premura: es Apolonio.

Dice así: «Una vez era un hombre que, por pensar y sentir tanto, hablaba escaso y premioso. No hablaba, porque comprendía tantas cosas en cada cosa singular, que no acertaba a expresarse. Los otros le llamaban tonto. Este hombre, cuando supo expresar todas las cosas que comprendía en una sola cosa, hablaba más que nadie. Los otros le llamaban charlatán.

Desde lejos hizo un llamado premioso al aya. Esta, sorprendida por aquellos ademanes insólitos, se levantó y le dijo a la señorita: Elena, quédate aquí en el banco, Catalina tiene algo importante que decirme, finge que no la has visto. Está bien, mi buena Marta respondió la joven , no me moveré de aquí.

La pluma corrió precipitada como si el torrente de ideas que tenía que verter le imprimiera un movimiento extraordinario. ¿Por qué raro hechizo hallaba el Padre esta facilidad para escribir en hojas sueltas, cuando tan premioso estaba para escribir en el libro? El hechizo no estaba en el libro ni en las hojas sueltas, sino en el asunto.

Todo esto lo sabía el Magistral perfectamente». Y en efecto, con tal calor y elocuencia exponía «las razones que, desde el punto de vista mundano, aconsejaban el derramamiento de sangre» que después, cuando recordaba que tenía que defender el partido contrario, el de caridad, perdón y amor al prójimo, olvido de los agravios y conformidad con la cruz; cansado ya por los esfuerzos anteriores era otro el Magistral, se volvía premioso, decía con frialdad vulgaridades de sermón de aldea.

La señora de Montauron acababa de dormir pacíficamente su siesta en su gabinete contiguo al salón, y como digería con dificultad, su sueño era premioso, por cuya razón despertaba siempre de terrible mal humor.

De igual modo los pueblos de Castilla habían sido escarmentados años antes por el Emperador, cuando el alzamiento de las Comunidades; pero todavía solía advertirse en ellos uno que otro conato levantisco, como el que hace erguir sobre las patas traseras a los rocines castrados. No ya los señores, sino que también los pecheros comenzaban a vociferar. Era premioso repetir el ejemplo.