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El Sr. Danvila escribe sobre una de las épocas en que es más difícil para el historiador la imparcialidad previa, o sea escribir para contar y no para probar. La primera alabanza que debemos dar al Sr. Danvila, es porque consigue sobreponerse a todo prejuicio y retratar a los personajes, y narrar sus actos tales como fueron, dejando a los lectores que juzguen, califiquen y fallen.

La imagen de su propia madre surgió en la imaginación de Melchor, al rumiar mentalmente las últimas palabras y después de una breve pausa, en que su espíritu quedó suspenso y absorto como ante un abismo, continuó en sus meditaciones: ...¿Y por qué no ha de haber muchas como ella?... ¿Qué maldita forma de perversidad nos impulsa a pensar mal, dando un asidero al desconcepto, al prejuicio... a la calumnia misma... que casi nunca ofrecemos al elogio... al aplauso... Oímos decir que se juega y nos inclinamos a creer que juegan todos... sabemos que se miente y nos sentimos dispuestos a considerar mentiroso a todo el mundo... ¡pero, por qué, señor!... nos encontramos con un caso de adulterio... y... Por otra parte, siempre habrá quien mienta... quien engañe... pero la virtud no muere... ni la fidelidad... ¡porque no puede morir el afecto... porque no puede morir el amor!...

Puedo juzgar por mismo, y como mi fortuna me permite no mirar a la de la mujer con quien me case, no me molesta ningún prejuicio...» ¡Ah! eso es exclamé sin dejar de leer. «No deseo ni dote, ni relaciones, ni gran trascendencia intelectual en mi prometida, y que solamente con sentirla en perfecta comunidad de ideas conmigo, podré amarla.

Llegado a sargento, se casó con la hija de un escribano, llamado Sandoz, educado en las ideas de los enciclopedistas y libre de todo prejuicio religioso. He vivido muchos años, sin conocer a Dios más que por los escritos de D'Alembert y de Diderot y, después, por los de Rousseau y Voltaire.

Ni aparatoso, ni solemne, a pesar de estar llenos sus libros de sanas y saludables máximas morales que trasuntaban su anhelo de justicia y de bien, preocupación constante de su vida de escritor. A veces tórnase picaresco, malicioso, agudo, para zaherir el vicio, el prejuicio o la rutina.

Ya oigo la eterna cantinela del prejuicio que grita a mi oído: «Es la hija ilegítima de Santiago Evrard. ¡Gastón, ésa es tu amante, es la hija ilegítima de Santiago Evrard y ése es, Adela mía, el más precioso de tus títulos.

Los que venimos por vez primera camino de América, sentimos el mismo prejuicio de los sabios del tiempo de Colón, que afirmaban que sólo podía encontrarse oro allí donde hubiese negros e hiciera mucho calor... Al sentir que el sol nos quema con más fuerza que en Europa, creemos estar menos alejados de la fortuna. Permanecieron los dos amigos largo rato en silencio.

Y a Canalejas... ¡Terrible cosa es esta de que para serle agradable a uno tengan que compararle con un ministro! Es la consecuencia de un prejuicio secular que existe contra Galicia; pero, por mi parte, yo creo que este prejuicio constituye para Galicia una ventaja enorme. Cada gallego, en efecto, tiene que rectificarlo con su propio esfuerzo.

No había dejado ni sola vez de envenenar el vaso de agua azucarada que llevaba todas las noches a Germana. Esperaba que el arsénico a pequeñas dosis aceleraría los progresos de la enfermedad, sin dejar trazas visibles. Este es un prejuicio extendido entre las clases ignorantes.

Los primeros días se presentaron á bordo vistiendo su uniforme; luego volvieron con traje civil, para habituarse á ser simples oficiales mercantes de un vapor neutral. Los dos conocían por referencias los viajes anteriores de Ferragut, sus servicios á los aliados, y se entendieron simpáticamente, sin ningún prejuicio de nacionalidad.