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Oyó el ruido del coche que rodaba por la calle abajo, y aún lo vio pasar por delante con tan rápida vuelta que por poco la arrolla. «¡Eh!...» gritó el cochero, y la señora de Rubín dio un grito, saltando hacia atrás... ¡Qué susto, pero qué susto, Señor!... Siguió hacia la Puerta del Sol, dándose cuenta de aquel miedo intensísimo que había sentido y preguntándose si en él había también algo de vergüenza.

Y el Tritón, al ver en sus manos cinco ó seis mil pesetas, quedaba perplejo, preguntándose interiormente qué puede hacer un hombre con tanto dinero. Todo esto es tuyo dijo á su sobrino al mostrarle la casa. Suyos también la barca, los libros y los muebles antiguos, en cuyos cajones estaba disimulado el dinero con disfraces cándidos que atraían la atención.

No; porque ha servido para demostrar que no podías olvidarme. ¡Eres un insolente! Y eres adorable. Clementina se había avalanzado hacia él con la cara descompuesta, los ojos inflamados y la mano amenazadora. Fortunato permanecía impasible y sonriente. La solterona le miró un instante con extravío, preguntándose si no era juguete de una pesadilla.

Momaren se arañó las muñecas en la obscuridad, preguntándose qué poder infernal al servicio de los envidiosos de su gloria había conseguido realizar esta catástrofe.... A ninguno se le ocurrió que el Hombre-Montaña pudiera haber empleado como asiento el techo que tenían sobre sus cabezas.

Llegó al fin la ruina, y tras la ruina vino luego el abandono, los largos días solitarios, esperando en vano una carta mil veces contestada antes de ser escrita, aguardando siempre la demanda de un perdón ya de antemano concedido, acostándose con la agonía de despertar... de despertar al día siguiente para hallarse de nuevo sola, ¡sola!, en la arena del combate y del dolor, preguntándose a misma como el infortunado Delfín de Francia a su madre María Antonieta: ¿Hoy es todavía ayer?... ¡Y el ayer era siempre hoy, el ídolo era ídolo siempre!...

La excitación que la agitaba la hacía más hermosa. Inquieta y disgustada, miraba sin cesar a todas partes, preguntándose: ¿No vendrá? Contestaba lo más brevemente que podía desdeñosa y displicente, y de cuando en cuando miraba con cariño a su madre, que por vez primera parecía esquivar las miradas de su hija.

Delaberge se le quedó mirando lleno de sorpresa, preguntándose si no estaría loca aquella mujer. No la entiendo... ¿Qué quiere usted decir? Nada, nada... Se vio entonces que hacía grandes esfuerzos para recobrar su impasibilidad de figura de cera y prosiguió: Deje usted que hable con Simón; será mejor para y para usted... Prométame que se marchará usted apenas quede arreglado este asunto.

Cuando el joven Heredia se acercó al despacho del ferrocarril minero que enlaza el puerto de Sarrió con la villa de Lada, solicitando un billete de primera, el expendedor le clavó una mirada honda y escrutadora, y le examinó detenidamente de la cabeza a los pies, preguntándose con curiosidad: ¿Quién será este joven?

Don Silvestre recordaba entonces que en su pueblo se honraban las mozas con sus pellizcos, que sólo el temor á las lenguas de las envidiosas le hacían economizarse en las empresas galantes; y lanzando un suspiro angustioso, abandonaba su puesto favorito y marchaba hacia su casa, preguntándose por los placeres de la corte, y suspirando por el aire de su aldea;

Lucía no se apartaba de su lado; Ana había vuelto en ; Lucía había mirado ya muchas veces a la puerta, como preguntándose dónde estaría Juan. «¿En el balcón? ¡Que no esté en el balcón!». Y aun desmayada Ana, por poco no le abandona la mano. ¡Vete, vete con Juan! le dijo Ana, apenas abrió los ojos, y le notó el trastorno; y con la mano y la sonrisa la echaba hacia la puerta suavemente.