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Encarándose con Sánchez Morueta, preguntábale qué haría si supiera que en su escritorio existían hombres que deseaban el naufragio de sus barcos, el incendio de sus fábricas, el agotamiento de sus minas, la desaparición total de todo lo que era la existencia de su casa. ¿No los expulsaría, indignado?

Andrés, que abrigaba vehementes sospechas, muy próximas a la certeza, de lo que su tío quería decirle, trataba, por cuantos medios hallaba, de divertirle de su propósito. Preguntábale a cada paso a quién pertenecían las fincas que dejaban a los lados; se enteraba menudamente de la riqueza de cada vecino, de la forma del cultivo, de las vicisitudes agrícolas de los años anteriores.

Las muchachas menores parecían un poco confusas; pero la mayor, Nastenka, que gustaba de leer novelas, estaba visiblemente intrigada e insistía en que Kotelnikov le explicase las verdaderas razones de su afición a las negras. ¿Por qué justamente las negras? preguntábale. Todos estaban contentos, y cuando Kotelnikov se fue, hablaron de él con afecto.

Pero no hace calor continuaba mi tía, y ¡es sorprendente! en mi tiempo, por Pascua, ¡ya nos vestíamos de blanco! ¿Os sentaban los trajes blancos? preguntábale yo rápidamente. Mi tía que no dejaba de prever alguna impertinencia, me dirigía una mirada preventiva antes de responder: , por cierto; bastante. ¡Oh! exclamaba yo, con un tono que no permitía ninguna duda a cerca de mi íntima convicción.

Cuando era ya el terror de la República, preguntábale uno de sus cortesanos: «¿Cuál es, general, la parada más grande que ha hecho en su vida?» «Sesenta pesos» contestó Quiroga con indiferencia; acababa de ganar, sin embargo, una de doscientas onzas. Era, según lo explicó después, que en su juventud, no teniendo sino sesenta pesos, los había perdido juntos a una sota.

Sentada en su sillita rodante, con un libro de estampas en la mano, fijaba esos dos ojos en su mamá, que bordaba junto a ella... ¿Quieres que te cuente un cuento, Lita? preguntábale la señora, acariciándole la rubia cabellera. No, mamá. Ya todos los cuentos.

Jacobo, herido en su vanidad, derrotado en sus planes, revolvíase furioso al verse cogido en sus propias redes, mientras la marquesa, muy sorprendida y admirada, preguntábale sin perder un punto de su aparente ingenuidad y su señoril aplomo: ¿Pero por qué no quieres firmar?... ¿Qué encuentras en ello de malo? Porque..., porque..., porque firmar eso, es renunciar a mi dignidad de marido.