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Déjese usted de alquitranes y de potingues. Ni curas ni boticarios me sacarían un cuarto. Que coman yerba..., ¡hala! Y a ustedes los médicos, si yo arreglara el mundo, los pondría a que me barrieran las calles, a que me desecaran los pantanos, a que me desinfectaran las alcantarillas... Ahí es donde están las enfermedades.

Ordenaban adentro muebles, ropas y frascos y botellas de potingues; enderezaban felpudos y alfombrillas, que abundaban en el suelo; graduaban y dirigían la luz de los cuarterones de la ventana y la que entraba por la puerta, de modo que no diera de lleno en la cara del enfermo, y hasta le limpiaban el sudor viscoso y frío que relucía en su frente, y le arreglaban las coberturas y las almohadas; pero todo ello, lo mismo que cuando trabajaban afuera, sin hacer ruido ni levantar polvo ni causar la más leve mortificación al paciente.

La iguala que tenía con el escribano era de las más cuantiosas del lugar: cada año cincuenta reales. Esto, no obstante, le parecía muy poco para pagar tanta visita, por lo cual, según Serafina, el boticario buscaba compensación recetando mucho y obligando al escribano a gastar su dinero en potingues de los que él elaboraba en su casa.

¡Tonterías! replicó Pepe Vera . ¡Puros remilgos! No está aquí el duque para temer que te ofenda la luz, ni el matasanos de tu marido, para temer que entre un soplo de aire y te mate. Aquí huele a pachulí, a algalia, a almizcle, a cuantos potingues hay en la botica. Esas porquerías son las que te hacen daño. Deja que entre el aire y que se oree el cuarto, que esto te hará provecho.

Parece que los estoy viendo.... Ahí, ahí, donde usted está, la señora Doña Armanda; y él, aquí, así, lo mismito que yo, dicho sea con el respeto que.... Pues se bajaba, y le alzaba los pies y se los apoyaba en un taburete... así, así, y le ponía detrás de la cabeza hasta una docena de almohadas, almohadones y almohadillas, de distintos tamaños y hechuras, todo para acomodarlas a la respiración de la pobre señora.... Y los jaropes, y los potingues... digital por aquí, atropina por allá... ¡quiá! ni por esas... se murió al fin la infeliz.... ¿Creerá usted que no hizo Don Ignacio ningún extremo? es un pozo; todo se lo guarda, y así le ahoga eso que va encerrando, encerrando.... A no me la pegó con su serenidad... porque cuando me dijo: «Sardiola, me acompañarás esta noche a velarla», me acordé, ¡mire usted, señorita, qué tontería! pues me acordé de un corneta de nuestras filas, que tocaba unas dianas famosas con su instrumento, que era tan claro y tan lleno y tan hermoso... y un día tocó mal, y como nos burlásemos de él, cogió la corneta, y sopló y nos dijo: «Chicos, ha tenido una pena y se ha reventado la pobrecilla mía...» Pues mire usted, la misma diferencia de son que noté en la corneta de aquel majadero de Triguillos, noté en la voz del señorito... usted ya sabe que la tiene muy sonora, que daría gozo oírle mandar la maniobra... y aquel día... estaba reventada la voz, vamos.

Y crece de punto la perversidad, cuando Margarita, la candorosa y angelical Margarita, excitada por Fausto, y á fin de que su mamá no se despierte, la atiborra de bromuro de potasio, de opio, de láudano y de otros potingues narcóticos, hasta que acaba por matarla. A veces se diría que Fausto quiere á Margarita. A veces se diría que no la quiere y que es un ingrato y un galopín de siete suelas.

Es que tamién está ya la luz ayí respondió la mujer que no se había movido del vano de la puerta. ¡Acabaras de resollar!... Pues entonces, dáca el farol y quédate aquí a cuidar de estos potingues... ¡Mira, mira cómo se va esa olla!... ¡Quítale la cobertera en el aire y échala un poco atrás!

Pido disculpa al señor ministro por la irreverencia, pero cúmpleme repetirlo: su aire era el de un boticario, acostumbrado a lidiar con potingues y menjurges, y así eran los emplastos de sus decretos y las cataplasmas de sus discursos; o si no, también, el de un sacristán, hecho a soliviar los cepillos de su iglesia, y así usaba las uñas largas; pero, ¿el de un ministro? nequaquam.

Ya se me ocurrió; pero se me había levantado tal dolor de cabeza que tuve que acostarme y tomar antipirina. ¡Potingues! ¿Qué mejor antipirina que yo? Quiso él entonces abrazarla por quitarle el enojo, mas ella levantándose de su lado le dijo muy seria. Todo eso está muy bien y el cuadro de familia interesantísimo. Para evitar que se repita, esta tarde me llevas a comer a cualquier parte.

Yo que jamás caté píldora, ni pastilla, ni glóbulo, tengo mi alcoba llena de potingues; y si fuera a hacer todo lo que el médico me dice, no duraría tres días. ¡Y quién me había de decir a que le haría ascos a la comida, yo que jamás le he preguntado a ningún plato por sus intenciones!