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La pobre señorita Isidora no debía verse olvidada en un rincón, al lado de cuatro viejas rezonas, sino en la gran nave, donde luciera como merecía, o pidiendo en la mesa de petitorio entre dos velas. ¡Qué bien repicaría ella en la bandeja, y que maña se daría para que cuantos entraran aflojasen pesetas y duros! La belleza de las postulantes aguza la caridad.

En el vestíbulo le esperaban dos postulantes y apenas apareció el decaído personaje, le asaltaron y allí mismo le dieron la lata, como fastidiosos mendigos. Con impaciencia, tomó apunte en su cartera del nombre, de la pretensión y del fiador de cada uno. Pierdan ustedes cuidado, que yo haré todo lo posible, y hablaré al doctor Eneene; precisamente, ahora voy al Ministerio.

Hasta los niños lo sabían y repetíanlo todos los ecos. Su palacio era un jubileo de postulantes, un steeple-chase detrás de la cartita de recomendación, de doctorcitos sin conchavo e inútiles de todo pelaje, desde los que no tienen colocación en la estancia, hasta los que estorban en su casa; daba audiencias como un ministro y dos secretarios le asistían en el despacho de su correspondencia.

Con este gentío calagurritano se mezclaban los postulantes de otra esfera, personajes y señorones que pasaban al despacho desde que llegaban. El criado no podía contener a la turba impaciente, desesperanzada, a veces rabiosa, que tenía en sus maneras el ímpetu del asalto.

Tal vez en la ingenuidad de su alma, en la tranquila conciencia de su belleza, pudo quizás ella creer que algunas de estas adoraciones eran dictadas por leales sentimientos, por confesables intenciones, mas con su rápida y fina penetración de mujer, no tardó en comprender que todos estos postulantes que sin respiro la asediaban, aspiraban a todo, menos a su mano, y esta convicción diariamente ratificada concluyó por añadir a la honda melancolía que minaba el corazón de la huérfana, la sensación cruel del más acerbo desprecio.