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Despertaba Bilbao. Silbaban las locomotoras anunciando los primeros trenes para Portugalete y Las Arenas, y pasaban corriendo por el Arenal, con la comida envuelta en un pañuelo, los obreros que tenían su trabajo en las orillas de la ría. El Nervión mostrábase entre la bruma de su profundo cauce, con una brillantez azulada de acero.

En Portugalete, al tomar el tren, iba de un lado á otro del vagón, con una nerviosidad que inspiraba cierta inquietud á los viajeros, cantando entre dientes todos sus recuerdos musicales que tenían algo de tierno y amoroso, todos los dúos en que el tenor, con la mano sobre el pecho, jura eterna pasión á la tiple. ¡Qué noche, doctor!... Después se había serenado; su felicidad adquirió cierto sosiego, pero aun así, cada día le traía nuevas y profundas emociones.

Su instinto de mujeres adivinaba el amor tras la repentina transformación. Algunas noches le veían los obreros salir en un coche para Portugalete: de allí pasaba por el puente colgante á Las Arenas. De alguna de estas excursiones volvía con una flor en la solapa, conservándola varios días, hasta que se secaba.

Ir de Bilbao á Portugalete era entonces un viaje que sólo osaban emprender los atrevidos, tomando pasaje en las barcas que se llamaban carrozas. La góndola del Consulado, del famoso tribunal de comercio, era la única embarcación que surcaba la ría con frecuencia. Los gabarreros, intermediarios obligados de todo comercio, prosperaban rápidamente, y Olaveaga era el pueblo más rico del Nervión.

La afluencia de veraneantes en Las Arenas y Portugalete, aumentaba el servicio religioso en las iglesias de ambos pueblos, y ella, sólo de tarde en tarde hacía sus visitas al templo de la Residencia. De seguro que el buen Padre pensaba: «Algo extraordinario le ocurre á mi hija de confesión.» Y así era efectivamente.

En resumen, todo es porque dejo en libertad á mi familia, para que se entregue á las prácticas religiosas y se entretenga con esa devoción bonita, inventada por los jesuítas. ¡Qué he de hacer yo, si eso las divierte! ¿Quieres acaso que me Imponga como un tirano de comedia, y diga: «Se acabó el trato con los Padres, aquí no hay más misa que la que diga el cura de Portugalete en el oratorio del hotelEso no lo hago yo, Luis.

La ría brillaba bajo la caricia del sol, temblando sus ondulaciones como los fragmentos de un espejo. Más allá del puente de Vizcaya, cuya plataforma iba y venía pendiente de su manojo de cables, transportando carruajes elegantes, carretas de bueyes y pasajeros llegados en el tren de Portugalete, extendíase el abra como un desgarrón del cielo, moviendo sus aguas de un azul plomizo.

Antes de salir, aún se volvió para ver á su primo, que le seguía con los ojos y parecía decirle: ¡La Muerte, Luis!... ¡Piensa en la Muerte! A las diez de la mañana llegó el doctor Aresti á Bilbao un domingo del mes de Septiembre. El tren de Portugalete iba repleto de obreros, procedentes de las minas y las riberas de la ría. Todos mostraban prisa por llegar á la plaza de Toros.

Por esto, al pasar del tren de Ortuella al de Portugalete, en la estación de El Desierto, experimentó ante el magnífico panorama de la ría la misma impresión de asombro de los aldeanos que sólo abandonaban sus caseríos ó la anteiglesia de su vecindad, cuando un asunto importante los llamaba á la villa.

La blanca vedija, signo de actividad, repetíase por todo el paisaje, como una nota característica del panorama bilbaíno, avanzando por las quebraduras de la montaña donde están las vías férreas del mineral, resbalando por las dos orillas de la ría tras las chimeneas de los trenes de Portugalete y Las Arenas, ondeando sobre el casco de los remolcadores y de las máquinas giratorias de sus grúas.